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El fin del eclipse de Sartre

Henri-Lévy rescata el pensamiento del filósofo francés en el 20 aniversario de su muerte

Malas lenguas dicen que hoy, si se reunieran todos los sartrólogos, sartrófilos, sartrianos, sartrólatras, sartristas y sartrisantes cabrían en un taxi. Puede, pero no está claro que vaya a ser siempre así, que el autor de La náusea, fallecido hace veinte años, el 15 de abril de 1980, no vaya a tener otra vida, mucho más larga, la que se ganan los grandes personajes cuando su persona y su obra vuelven a existir más allá del monumento funerario.Hoy sólo se habla de Sartre para recordar con quién se acostaba, el cómo se intercambiaba las amantes con Simone de Beauvoir o la decadencia física de sus últimos años, como si nunca hubiera escrito. Sus libros, sus textos, han sido olvidados por una opinión pública que quiere recordarle como el hombre que se equivocaba siempre, es decir, como estalinista, leninista, maoísta o defensor de Pol-Pot y los Baader-Meinhoff. Bernard Frank ha llegado a escribir: "Sartre asegura que Dios no existe. Sartre se equivoca siempre. Ergo...".

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El comprometedor comprometido

Le Nouvel Observateur, Le Point y L'Evenement du jeudi han dedicado sus portadas a Sartre; los primeros, para hablar de "el fin de un eclipse"; los segundos, para insistir en "la pasión por el error", y los terceros, para preguntarse "¿qué hay de nuevo?". El despliegue trasciende la mera operación publicitaria. Para muchos está claro que ese tópico por el que Sartre se equivocaba siempre parte de quienes no soportan su pasado y hallan en la mirada bizca de Sartre el chivo expiatorio de juveniles entusiasmos izquierdistas. La verdad es que Sartre, en un mundo dividido en dos bloques, eligió el del Este, pero lo hizo sabiendo que no optaba por el paraíso, sino por algo parecido a un campo de trabajos forzados. Daba igual, prefería eso que un Oeste imperialista, que vivía de las colonias.

Nacido en 1905, en París, Jean-Paul Sartre estudia con Raymond Aron, Maurice Merleau-Ponty y Paul Nizan, saliendo con el número 1 de su promoción -Simone de Beauvoir era la número 2- en 1929. Da clases, escribe, durante un año -entre 1933 y 1934- vive en Berlín y en 1938 publica La náusea. Prisionero en 1940, liberado en abril de 1941, da a conocer al mismo tiempo, en 1943, su teoría existencialista en El ser y la nada y su talento como autor teatral con Las moscas. En 1948, con Las manos sucias, propone el modelo de intelectual comprometido y no rompe con el PC hasta 1957, aunque su amistad con los comunistas le ha costado en 1952 la de Albert Camus. El Vaticano le puso en el índice en 1948. Favorable a la independencia de Argelia, escapará a dos atentados. En 1964 rechaza el Premio Nobel, a la vez que editan Las palabras, un texto con el que pretende acabar con la literatura. Después de 1968 vive su periodo maoísta, pero en 1971 da a conocer la primera parte de su monumental El idiota de la familia, un estudio sobre Flaubert que combina el psicoanálisis, la sociología marxista y el análisis literario.

De esa dualidad entre el hombre que no quiere ver fracasar las sucesivas utopías del siglo y el que se deja llevar por la prosa del padre de Madame Bovary, del enfrentamiento o coexistencia difícil entre el Sartre dogmático y el Sartre anarquista, el político y el artista, el marxista y el nietzschiano, el engagé y el libertino, el hombre que pone su talento al servicio de una causa y el que descubre la lucidez desesperada de la soledad, surge el Sartre de Henri-Lévy, a veces demasiado parecido al propio autor, que se proyecta en él y le disculpa de sus errores como él se disculpa de sus películas.

Al margen de que el siglo recién liquidado convierte a Sartre -¡y a tantos otros!- en un personaje del XX, hay otros signos, además del libro de Henri-Lévy, de que no siempre va a ser así. En Berlín, en la Volksbühne, Franz Castorf acaba de montar de nuevo Las manos sucias. La acción no transcurre en Iliria y en 1940, sino hoy y en los Balcanes. En 1994 Michel Raskine ya demostró que podía hacerse algo parecido con A puerta cerrada. Las novelas no precisan de esa puesta al día, pues basta pasearse por el metro de París para ver que siguen leyéndose. Los textos filosóficos deberán esperar un poco más, necesitan que la historia sea reivindicada, que pueda a volver a ser pensada como algo más que el tópico relato lleno de ruido y furia, para que Sartre deje de ser "la encarnación del desastre cultural francés de la posguerra", según fórmula poco cariñosa de Jean-François Revel.

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