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Tiempo de contarnos JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

La demografía ha tenido espacios estelares en la prensa en este principio de año. Proyecciones sobre la evolución de la inmigración, tasas de natalidad, esperanza de vida, los periódicos han llenado los huecos de los días escasos de noticias con datos referentes a la contabilidad de los humanos. Es una nota de realismo colectivo. Al fin y al cabo, la bestia humana es la materia prima de esto que llamamos sociedad. Del número de sujetos que la componen, de sus edades y de su distribución territorial dependen muchas cosas. Por tanto, es muy sano no perder los números de vista.Esta oleada de datos demográficos ha venido acompañada de otra novedad interesante: por primera vez, la cuestión de la inmigración se ha planteado en términos que podíamos llamar positivos. En vez de advertirnos -como hace el Gobierno- de los enormes peligros que nos acechan por haber caído en la tentación democrática de una ley de extranjería poco restrictiva, los datos demográficos avalan la inmigración como una necesidad para que Europa pueda mantener sus niveles de vida y de protección social. Dado que el interés propio es el único móvil garantizado del comportamiento humano, esta aportación puede ser sumamente útil para evitar la extensión de la xenofobia y el racismo. Tienen que venir inmigrantes por nuestro propio interés. No es un modelo de virtud como razonamiento, pero es un lenguaje que todo el mundo entiende.

Los datos de estos días vienen, por otra parte, a confirmar algo que resulta sumamente enigmático: Cataluña, en particular, y España, en general, tienen las tasas de natalidad más bajas del mundo. No sé si tomarlo como un síntoma de lucidez o como algo preocupante. El hecho es que los demógrafos llevan años diciendo que la tendencia cambiará, pero de momento no lo hace. Se esperaba que las nuevas generaciones mostraran mejor disposición a procrear y, sin embargo, parece que sólo queda confiar en los inmigrantes. Los emigrantes son, por tanto, fuente de esperanza para aquellos que creen que la continuidad de la especie en estas tierras bien vale un esfuerzo; aunque sea factor de preocupación para aquellas conciencias enraizadas que creen que Cataluña lo que necesita son catalanes con varias generaciones de pedigrí.

En cualquier caso, sí me parece intrigante esta tenaz resistencia a la procreación de Cataluña y España después de haber batido, en tiempos pasados, récords mundiales de familias numerosas. Se dan explicaciones verosímiles: reacción contra los modos culturales del nacional-catolicismo, incorporación de la mujer al mercado de trabajo en un marco con insuficiente infraestructura para ello, retraso del hombre hispánico en la asunción de las tareas del hogar, aumento del nivel y de la calidad de vida, etcétera. Todos estos factores deben pesar, pero me siguen resultando insuficientes. ¿Cómo puede entenderse que los catalanes, tan serios nosotros, no cumplamos con la propia especie? ¿Hay algo en el espíritu de los pueblos hispánicos que insufla escaso interés en continuar? Las instituciones que tan a menudo confunden su obligación de asistir a los ciudadanos con su vocación de organizarles la vida y los comportamientos no parecen tampoco especialmente motivado por esta decadencia demogràfica. Quizás también ellas estén contaminadas por algún virus exterminador. Si el resultado de todo ello es que hay trabajo y país para acoger a millones de inmigrantes que en sus países no saben cómo sobrevivir, una vez más se podrá decir aquello de que no hay mal que por bien no venga.

Esta explosión de datos demográficos en la prensa tiene que ver por supuesto con el rito de los balances finiseculares y de la afición a la prospectiva. Pero tengo la impresión de que vehicula algunos desasosiegos. En lo social: la inquietud por los cambios que las técnicas biológicas están introduciendo, que abundan en la separación entre procreación y relación sexual, con manifiesta incidencia en los hábitos y costumbres. En lo moral: la posibilidad creciente de decidir sobre cuestiones concernientes al modo de ser de los hijos que estaban reservadas a los dioses y que, por tanto, abren una nueva dimensión a la responsabilidad humana. En lo político: los miedos de algunos países europeos a perder unas hechuras culturales que parecían relativamente impermeables.

Saber cuántos somos es útil y necesario, salvo que empecemos contándonos y acabemos pasando lista. Toda disciplina teórica tiene su perversión en manos del poder.

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