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Otro Chile

Antonio Caño

Un destacado dirigente socialista de este país recordaba una conversación mantenida, en los días más difíciles del caso Pinochet, con una vieja amiga italiana de izquierdas que no alcanzaba a comprender la reacción de la sociedad chilena tras la detención del ex dictador. "Es que ustedes nos engañaron acerca de Chile, ustedes no nos contaron que en Chile había un 40% de fascistas", le reprochaban a quien había pasado largos años de exilio en Europa y ahora actuaba como alto funcionario.Sin llegar a una conclusión tan drástica sobre las inclinaciones políticas de los chilenos, es cierto que en Europa puede sorprender que en Chile no se haya producido una sola manifestación en contra de la decisión británica de liberar a Pinochet y que mañana la mitad de los ciudadanos de este país vaya a votar por un hombre que ha defendido sistemáticamente la dictadura y que sólo muy recientemente se ha atrevido a marcar distancias con el general.

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Es frecuente oír de políticos de este país la queja de que los europeos no comprenden lo que sucede en Chile. La permanencia en Europa de muchos chilenos que salieron huyendo de la represión militar puede ser una explicación de esa incomprensión. Todos los exilios suelen tener dificultades para actualizar la imagen de la sociedad que dejaron. También el fuerte impacto emocional que causó en una generación de europeos el sangriento golpe militar contra el Gobierno constitucional de Salvador Allende contribuyó a conservar en los corazones una cierta leyenda de Chile, aquella ilustrada con las imágenes del bombardeo de La Moneda y el discurso del mítico doctor socialista anunciando la apertura de las alamedas.

Chile ha cambiado profundamente desde aquellos años. El régimen militar y el éxito económico que lo acompañó anuló el debate político nacional y se ganó la lealtad ciega de una clase media que había sufrido más que nadie las privaciones de los años anteriores. Ese sector ya se manifestó en las urnas en 1988 otorgando el 43% de los votos al general en el referéndum en el que nació la democracia.

Cuando el régimen militar entregó el Gobierno no lo hizo, por tanto, acosado por su extrema debilidad, como en Argentina, sino bajo fuertes condiciones políticas que los principales partidos del centro y de la izquierda (Democracia Cristiana y las diferentes agrupaciones socialistas) aceptaron dócilmente. Muchos dirigentes de esos partidos, agrupados en la Concertación Nacional, se arrepienten hoy de su actuación en aquellos años, pero lo cierto es que la Concertación dio a Pinochet entrada en el sistema democrático, legitimó su Gobierno y permitió a las fuerzas que le apoyaban -que serían el equivalente a la extrema derecha europea- presentarse ante la sociedad como una clara opción de poder.

La sociedad chilena evolucionó políticamente y creció económicamente sobre la base de ese consenso, y éste se ha convertido hoy ya en una realidad irreversible de la democracia chilena. La transición en este país no ha podido avanzar más rápidamente por culpa de ese consenso, pero tampoco se ha detenido. Chile no es hoy una democracia vigilada ni su Gobierno está sometido al permanente control de los militares. El protagonismo del Ejército es cada vez menor, y aunque quedan importantes reformas políticas por hacer -fundamentalmente la democratización del Senado-, el progreso democrático es apreciable de año en año en todos los campos, incluido el de los derechos humanos.

El grueso de la sociedad, que ha progresado enormemente junto a la democracia, se siente crecientemente identificada con este sistema, que hoy parece a salvo de cualquier amenaza de involución. La derecha política muestra ya los primeros signos de haberse incorporado a la democracia, y Pinochet tiene cada día menos gente que le escriba.

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