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El rey que alcanzó la santidad

El Teatro Real de Madrid ha organizado para mañana, 7 de enero, una gala lírica como homenaje a Alfredo Kraus, fallecido el pasado mes de septiembre. Las galas líricas en vísperas de Reyes han estado ligadas en los últimos años a la presencia de Plácido Domingo y al cumpleaños del rey Juan Carlos I. La casi coincidencia de fechas entre estas galas y la dedicada a Kraus ha invitado a pensar en una continuidad. Falsa alarma. Lo de Kraus es un hecho aislado. Se invoca su nombre porque tiene un poderoso carisma, porque posee la aureola de los santos. Un santo en lugar de un rey. Un santo que ha accedido a tal condición después de ejercer generosamente como uno de los últimos reyes del canto. La cosa tiene hasta su lógica.Lo que no tiene una lógica tan clara, o al menos yo no la veo por más vueltas que doy al tema, son los criterios, puntos de unidad o razones que articulan de alguna forma el homenaje, sobre todo si se piensa que un acto de este tipo es algo más que una sucesión de arias y dúos a mayor gloria de los divos de turno. No parece que se hayan cuidado razones afectivas, pues si así fuese debería estar Renata Scotto, con la que Kraus ha compartido infinidad de grandes tardes, o, citando un ejemplo más cercano, Teresa Berganza, muy unida a él en su etapa final. Tampoco hay, y esto me parece particularmente grave, ningún cantaor de flamenco, un arte por el que el tenor siempre ha manifestado una profunda admiración.

Una vez retirado del cartel, sin ninguna explicación, el mexicano Ramón Vargas, que tan admirablemente le sustituyó recientemente como protagonista de Werther en el Real, las dos presencias más justificables a primera vista son su alumno Aquiles Machado y la soprano María Bayo, que ha grabado con el tenor canario títulos tan significativos como Doña Francisquita o Marina. Ni Plácido Domingo, ni Luciano Pavarotti (únicamente falta Carreras para el colmo de los sarcasmos: los tres tenores homenajeando al tenor) han tenido una especial sintonía profesional y amistosa con Alfredo Kraus (otra cosa es que se plantee el festejo simplemente como una concentración de grandes figuras), ni siquiera el Teatro Real en su nueva etapa, con Lissner o con el tándem Cambreleng-García Navarro, se ha distinguido por un entusiasmo declarado hacia el tenor belcantista.

En vísperas de su recital en el Real en febrero de 1998, Alfredo Kraus declaraba al diario El Mundo: "Si soy sincero, debo decir que no me hace especial ilusión cantar en el Teatro Real. Y sucede así porque no se me ha tratado como creo que merezco ni he notado que exista suficiente profesionalidad en la gestión del teatro". El Real estuvo listo, listísimo, para rendirle un homenaje de cuerpo presente en el momento de su fallecimiento, en complicidad con su familia (allá ella con sus responsabilidades), cuando lo más sensato, aunque menos aparente, habría sido exhibirle en el Teatro de la Zarzuela, con el que sí estuvo bastante ligado artísticamente, como ha apuntado Javier Roca recientemente en la revista Scherzo.

¿Qué mueve, pues, a este homenaje en el Real? ¿Un amor desinteresado como no hubo otro igual? ¿Oportunismo? ¿Recuperación hipócrita del tenor, ahora que no puede dar problemas? ¿Lavado de conciencia? ¿O reconocimiento sincero? En fin, son cuestiones que se suelen suscitar en el tránsito de la vida a la muerte. Sucedió algo parecido con Pilar Miró, gran amiga de Kraus, por cierto. Algunos de sus grandes enemigos entonaban sin ningún pudor cantos de elogio infinito hacia ella después de cruzar el umbral. La historia se repite. Y Kraus, no lo olvidemos, era un pájaro solitario, un artista anacrónico por su autenticidad en tiempos de manipulaciones y falsificaciones de todo tipo. Por ello resultaba tan incómodo, y hasta hostil, a los mercaderes, fariseos y otros testigos varios del templo de la lírica. Por ello despertaba pasiones incondicionales entre muchos creyentes de la pureza del canto sin maquillajes ni trucos de feria. San Alfredo Kraus, allí donde estés, ruega por nosotros.

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