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Desconcierto de Año Nuevo

JAVIER MINA

Cómo son los fines de milenio, o aproximadamente. Desaparecen a una velocidad directamente proporcional al ruido que metieron. Pues bien, lo mismo sucede los inicios de milenio, o casi. Sólo que los periódicos, que por un día fueron auténticas páginas amarillas donde elegir el mejor bacteriólogo, el mejor ciclista, el gran Gatsby o los fontaneros del Watergate, regresan a su vocación sencillamente amarillista para recrearse en la desnuda realidad. Y quien dice los papeles dice la gente que los sostiene entre las manos y que, con un optimismo rayano en la temeridad, se suele llamar lectores. Bueno, tampoco las resacas son idénticas. Las del periódico acostumbran a ser solemnes, en cambio las del humano -lea, sostenga o se limpie con un tabloide- resultan dolorosas, porque sobrevienen para comprobar que los buenos deseos que uno clavó en los frontispicios del año le han durado menos que las copas.

Cuando se inicia el año desearíamos que nuestra memoria estuviera virgen -para eso la hemos purgado de efemérides-, la voluntad fortalecida (pero ya la tenemos por los suelos) y los ojos con rayos X porque nunca hay más futuro que al comienzo. Como supongo que se figurarán que no por estar dentro del papel uno es distinto, les ahorro la vergüenza de conocer mis buenas intenciones segadas en flor. Así mismo les evitaré mi balance anual y mi carta a los Reyes Magos, pero no me resisto a rappelizarme y ofrecerles unas profecías de esas que nadie se molesta luego en comprobar, con lo que sólo queda la palabra del profeta para atestiguar que acertó, aunque sobre todo para que seguir cobrando una pasta gansa a costa de los incautos. Desconozco el grado de candidez habitual de ustedes, pero cabe suponer que el abotagamiento se lo habrá multiplicado. Por ello, y no por las enormes sumas que me esperan -displicente que es uno-, me atrevo a pronosticarles lo que sigue.

En el 2000 todos seguiremos creyéndonos inmortales, unos pocos afortunados y Arzalluz imprescindible. Aznar no se afeitará el bigote ni Anasagasti cambiará de peluquero. Almunia soñará con el puteal de La Moncloa y Felipe González consigo mismo. Begoña Lasagabaster, Idoia Zenarruzabeitia, Begoña Errazti y Rosa Díez seguirán siendo honrosas excepciones en un mundo de honrosos hombrecitos. El lehendakari no se moverá un ápice de la frase que lleva dentro como el muñeco Barriguitas cuando le quitas el chupete: "Hay que trabajar". Redondo Terreros tampoco pasará por la ortodoncia -¿o era la ortodoxia?- ni a Iturgaiz le saldrá una arruga. En cuanto a tele Estella, nos seguirá machacando a folclorazos mientras sueña con irlandizar el aurresku a ver si les sale una horterada tan cursi como la de Lord of the dance. Por lo demás, oiremos hasta la náusea: electoralismo, territorialidad, vascos y vascas, constitucionalista, abstención y si vis pax para bellum. Por todo ello y por lo más imprevisible, les deseo que disfruten por mil y que no tomen al otro por un todo a cien.

También les deseo un rosco. El roscón es la segunda oportunidad que tenemos para comenzar el año. Los fastos fini-lo-que-sea nos dejarían al borde de la depresión de no acercarse los Reyes -lo siento, pero Olentzero ya tuvo su oportunidad- con su facultad de satisfacer algún modesto deseo, pero sobre todo con el rosco. De hecho no entramos en el año hasta que no nos tiramos a través del rosco como quien se tira a un pozo. Durante un segundo y medio uno se queda ahí enmarcado en el anillo, no se sabe si riéndose o rugiendo como el león de la Metro, pero siempre autoafirmándose, incluso si metemos el cuello en el roscón como quien la mete en un salvavidas.

La rueda del año se ha echado cansina a rodar apuntando roscos con su relleno de nata, a menos que se trate de la espuma de los días. Nos esperan jornadas malas y algunas aciagas, pero como no soy nadie para encargarles un pedazo de carbón, me gustaría invitarles a considerar qué quedaría de los días si les quitáramos la espuma. Conque comámonos lo que venga con la mayor fruición, y que el hecho de contar los roscos que nos separan de esa levadura madre de la que nadie vuelve, lejos de suponernos temor, nos dé sabiduría.

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