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GENÉTICA Tráfico de proteínas

Un hilo de Ariadna para el laberinto de la célula

Javier Sampedro

La célula viva es una metrópolis endiablada, plagada de barrios privados, bibliotecas públicas, andamios portátiles, salas de máquinas y plantas de reciclado. Cada minuto, miles de proteínas distintas se orientan sin problemas en ese laberinto. Y ahora los científicos podrán orientarse también en él, gracias a una técnica ideada por dos españoles. Como casi todo en biología, el método se basa en poner el azar al servicio de la necesidad.

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Fue Günter Blobel, último premio Nobel de Medicina, quien en 1971 tuvo la idea clave sobre el sistema que las proteínas usan para orientarse dentro de la célula. Su hipótesis de la señal postulaba que las propias proteínas contienen señales o etiquetas -como las tarjetas que cuelgan de las maletas en los aeropuertos- que gobiernan su transporte y lugar de destino dentro de la célula. En los 30 años siguientes, Blobel y otros han descrito, mediante largos y penosos experimentos, varios tipos de esas etiquetas.¿Cuál es la novedad, entonces? Que se acabaron las penalidades y la lentitud. Luis Bejarano y Cayetano González, del Laboratorio Europeo de Biología Molecular -un puerto franco científico situado en Heidelberg, Alemania- han ideado un método rápido, eficaz y elegante que permite encontrar no algunos tipos de etiquetas, sino todos ellos (fueran o no previamente conocidos), y no algunas proteínas con tal o cual etiqueta, sino todas ellas (fueran o no previamente conocidas). No sólo Günter Blobel, sino el mismísimo minotauro, hubiera vendido sus cuernos por disponer de algo así.

La localización de las proteínas dentro de la célula es un problema central de la biología celular, la ordenada y meticulosa disciplina que estudia los compartimentos y dominios en que se divide la célula viva, y cómo funciona cada uno de ellos. Pero los dos científicos españoles han aplicado al problema las herramientas de la genética, una ciencia muy distinta que se basa (esencialmente) en golpear a ciegas y luego ingeniárselas de alguna forma para buscar entre los cascotes lo que a uno le interesa. Si uno consigue diseñar una buena criba, la genética es la forma más rápida de progresar en biología.

Un segmento en la hilera

La técnica se basa en lo siguiente. Una célula humana típica contiene miles o decenas de miles de proteínas distintas. Cada proteína consiste en una hilera de centenares de cuentas (aminoácidos), y es el orden preciso de esas unidades lo que distingue una proteína de otra. Dentro de la gran hilera, un pequeño segmento de aminoácidos es la etiqueta que especifica la dirección de destino.

El orden de los aminoácidos en la proteína (su naturaleza) viene definido por su gen, que también es una hilera de otro tipo de cuentas, o bases. Cuando uno conoce el orden de las bases en el gen, es decir, su secuencia, puede deducir el orden de los aminoácidos de la proteína definida por ese gen. Esto incluye a las etiquetas, que vienen definidas por un trozo del gen correspondiente.

Los dos españoles han presentado en el Journal of Cell Science (noviembre) su técnica, que empieza por tomar la totalidad de los genes de un ser humano, partirlos en pedazos (he aquí el lado destructivo de la genética) y mezclarlos con un gen diseñado para fabricar una proteína fluorescente: una bengala luminosa que brilla con un evocador color verde cuando se la pone bajo un microscopio.

Cada trozo de gen humano se pega al azar al gen bengala para generar un constructo, es decir, un gen híbrido y artificial. Es fácil generar en sólo unas horas unos 400.000 constructos diferentes, en un solo paso. Esta mezcla se suele llamar una biblioteca, pero la verdad es que el nombre le viene un poco grande: en vez de 400.000 libros, esta biblioteca está compuesta por 400.000 fragmentos de libros destrozados, y para colmo están todos tirados por el suelo y revueltos sin ningún orden. ¿Cómo encontrar las páginas que interesan?

Es hora de olvidar el azar y apuntar a la cabeza. Recordemos que los investigadores están buscando etiquetas con direcciones. Pues bien, para encontrarlas basta con arrojar la biblioteca de constructos sobre un cultivo de células (las cantidades se pueden ajustar para que cada célula engulla un solo constructo, más o menos) y ponerlas bajo un microscopio.

Dentro de la célula, el constructo híbrido fabrica una proteína híbrida: la bengala luminosa pegada a un trozo cualquiera de cualquier proteína humana.

Allí donde, por azar, el constructo hubiera atrapado una etiqueta, el observador ve directamente (las tres fotos de arriba son una muestra) que la luz verde brilla en un compartimento celular y no en otros. Puede brillar en el núcleo, en las factorías energéticas de la célula (mitocondrias), en el andamiaje que reparte los cromosomas en dos mitades durante la división celular (huso) o en muchos otros compartimentos o dominios: cada localización de la bengala se debe en último término al trocito de gen humano que lleva esa célula. Basta recuperar ese trocito del constructo y ver qué hay ahí: algunos son etiquetas ya conocidas, o parecidas a ellas. Otros son etiquetas nunca antes descubiertas. Una vez que se tiene un trozo de gen, recuperar el gen entero es trivial.

Las técnicas rápidas suelen provocar un acelerón en el campo del conocimiento al que afectan, así que, en los próximos años, oiremos hablar a menudo del laberinto celular y de sus eficaces hilos de Ariadna.

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