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El jardín abierto

Vicente Molina Foix

Para los que hemos tenido una educación urbana y ningún abuelo nos sacó al campo a herborizar, las plantas y los árboles son ídolos de una religión en la que nos gustaría creer. A menudo me pasa que yendo de paseo por una vereda, tropical o no, y al ver las ramas pobladas y el fruto color magenta de un árbol de familia desconocida, me exaspera que esa belleza extraña me conmueva tanto y me diga tan poco. Por esta razón me considero un amigo honorario de la naturaleza. La amo, la frecuento, la cultivo (metafóricamente), y le busco una filosofía de andar por ella. Así pasé una fase de mi vida dedicado a la jardinería. Metafóricamente hablando también. Pues no se trata de que yo, puesto el delantalito verde del dandy campestre y con regadera, plantase nada ni desbrozase nada. Llegué al jardín por la senda de la arquitectura, buscando el espíritu del lugar, que late, aunque no lo parezca, entre los parterres y las rosaledas. Me pateé las obras maestras de la jardinería inglesa romántica, tomé cientos de fotos, que conservo, quizá amarillecidas por los muchos otoños que han pasado, y escribí papers académicos, pues era yo estudiante de arte en Londres. Seguí, al cabo de esos dos años herborísticos, sin saber el nombre de las especies, pero aprendí el secreto de los jardines, que no es otro que el deseo del hombre de viajar a todos los mundos sin salir del patio de su casa. En el catálogo de la magnífica exposición Jardines de España (abierta hasta el 9 de enero en las salas madrileñas de la Fundación Mapfre Vida), la comisaria Lily Litvak trae a colación, entre otros textos muy sugerentes, un artículo escrito en 1927 por Ramón Gómez de la Serna: "Si yo guiase a algún turista por el Retiro le complicaría la vida para siempre y le daría una impresión universal: calvero ruso, palacio de las ratas que cuentan hasta con comedor, estanque de la rana oculta". El Retiro no está hoy tan emocionante como entonces, y parece que el ayuntamiento, que ha puesto verjas donde no había, lo va a cerrar por las noches; desaparecerá también ese "peligro en el cuadro de los bambúes" que Ramón aún alcanzó a ver. En la exposición de Litvak tampoco hay arbolado, sino cuadros, pues lo que se pretende es señalar la gran riqueza de la pintura de jardines en el periodo del fin de siglo pasado y los primeros treinta años del que ahora empieza a acabar. Rusiñol, Sorolla, Winthuysen, Cecilio Plá, y alguna maravillosa rareza de Néstor, Torres-García, Viladrich y el para mí desconocido Leandro Oroz, por cuyo despampanante Antonio Machado y su musa merece la pena la visita. El día en que yo la vi, el público, que la abarrotaba, no sabía si admirar más el arte del pincel o el de las plantaciones. Me tranquilizó comprobar que sólo algunas señoras con buen color identificaban en voz alta el nombre de las numerosas flores que llenan uno de los bellos Jardines de Aranjuez, de Rusiñol. La muestra de Mapfre Vida confirma lo que un gran jardinero amateur inglés del XVIII, el escritor Horace Walpole, exclamó mientras escalaba los Alpes: "Precipicios, montañas, torrentes, lobos, estruendo, Salvator Rosa". El artista, y sobre todo el pintor, nos revela más cosas de la naturaleza en una obra que la tierra y sus arborescencias en cien salidas a triscar. Cuando los arquitectos paisajistas británicos crearon la noción del falsamente salvaje jardín inglés, poniendo aquí un puentecillo japonés, allá una ruina gótica con matorrales de diseño saliendo por sus rotos arcos ojivales, sólo querían reproducir las bellas cantidades del mundo soñado en un parque doméstico. Es la única manera de que todos nosotros, incluso los ateos de la religión vegetal, podamos ejercer un poder humano sobre las ciegas fuerzas naturales que nos recrean la vista pero pueden también engullirnos en la floresta. Como decía Ramón en otro de sus ramonismos: "El ciudadano tiene que encontrar en su jardín público todos los paisajes del mundo, con rincones de selva, rincones sentimentales y grutas azules".

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