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Tribuna
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Green, peace: Greenpeace

"El verde de los árboles es parte de mi sangre". Fernando Pessoa. En la primavera del 2000 se cumplirán dos años desde la rotura de la presa de decantación de la mina de Aznalcóllar, que arrojó cinco millones de metros cúbicos de agua y lodos tóxicos con sedimentos de metales pesados y que se ha conocido como el desastre ecológico de Doñana, el ecosistema natural más importante de Europa. Aquel día lloré, como muchas personas sensibles y honestas, ante una tragedia que -por evitable- indignaba hasta la desesperación. Aquel día me reafirmé definitivamente en que la paz entre los seres humanos era inseparable de la paz con el planeta: las dos caras de la misma moneda.

En 1998 todos los "indicadores vitales" reforzaron dramática y agudamente la constatación del deterioro ambiental del planeta. Kofi Annan, secretario general de las Naciones Unidas, informaba a principios de septiembre de este año de que las consecuencias económicas y las víctimas producidas por fenómenos naturales en 1998 equivalían al conjunto de las registradas en la década completa de los ochenta. Y 1999, lamentablemente, acabará marcando récords. El cambio climático es incuestionable. Más de 300 millones de personas tuvieron que abandonar sus casas y sus hábitats sólo por fenómenos meteorológicos. Otros alarmantes (que no alarmistas) informes dan cuenta de que el incremento global de las temperaturas en el planeta en 1998 fue el mayor de los últimos 25 años. Y arde la Amazonia sin control de la humanidad, pero bajo control y propiedad creciente de algunos depredadores y criminales.

Datos abrumadores que confirman por qué es imposible seguir pensando en lo económico, subordinando la sostenibilidad al beneficio avaro y sin límites. Y hay límites: los que marca la ley y los de la ley de lo natural y lo vivo, que, anunciados por la comunidad científica en todo el mundo, proponen respuestas sensatas ante el caos organizado y especulador de una economía en la que todo vale.

Ausente la ecología de la política y de la economía, ha sido reivindicada por una diversificada y competitiva gama de organizaciones ecologistas. Con un estilo nuevo, conectan con una sensibilidad ciudadana que prefiere asociarse antes que militar; participar, ahora y aquí, antes que votar mañana en un congreso de partido. Una cultura cívica que valora los compromisos concretos e individuales, más que las promesas abstractas de palabras retóricas. Una nueva generación de ciudadanos que prefiere la postal reivindicativa o el e-mail solidario, a la asamblea previsible o la reunión conspiradora. En definitiva, la creatividad y la innovación frente a la invención aduladora de liderazgos tan repetitivos y previsibles, como ausentes.

Pero no es sólo cuestión de estilo. El cómo es importante y determinante. Son también los temas que tratan, los que preocupan a muchos ciudadanos sensibles. Ausentes o poco creíbles los políticos y los partidos, las ONG han ocupado en parte el protagonismo ciudadano como interlocutores sociales ante los retos del racismo, las libertades individuales, los derechos de la mujer, la ecología, los desafíos sociales o la solidaridad internacional. Pero también nuevos espacios como el tecnológico o el consumo se abren a la fórmula asociativa de ciudadanos y ciudadanas que quieren participar y organizarse alrededor de sus retos, emociones o necesidades. En síntesis: se preocupan de lo que debería ocuparse la política.

Pero no nos conformamos. Y vamos a dar la batalla por reintroducir, en las políticas y en la política, acciones y discursos que hablen de valores (no sólo de los de las bolsas). Y esta renovada capacidad de influencia, de cambio, de transformación, sólo será posible si articulamos mejor nuestros esfuerzos e iniciativas. Si superamos nuestras desconfianzas y si, en definitiva, el movimiento solidario y asociativo madura en una concepción más política (que no necesariamente partidaria) de sus planteamientos y modifica prioridades e indicadores en aquellos espacios en donde una décima de punto significa algo más que matemáticas o pura estadística.

En este sentido, la Conferencia Internacional de la Organización Mundial del Comercio de Seattle ha significado un cambio respecto a otras grandes conferencias internacionales como las de Pekín o Kioto, en donde las conferencias alternativas, ante la indiferencia de los foros oficiales, sólo encontraban eco en los medios de comunicación.

En Seattle ha surgido la conciencia internacional de que el caballo desbocado de la mundialización requiere un control que sólo puede realizarse a escala mundial, incorporando otro tipo de visión global diferente a la del mercado y que grita y proclama que "el planeta no es una mercancía".

Una conciencia de ciudadanía mundial que, a través de la denuncia y la actuación de las ONG con dimensión internacional, quiere superar los miedos a la globalización, y que anteriormente sólo se expresaba a través de un repliegue hacia lo local o lo nacional.

Seattle ha sido el elemento catalizador de cambios y de conciencias. Un nuevo internacionalismo "cívil" casi autónomo de los partidos y de carácter casi espontáneo ha denunciado la lógica del cálculo y la avaricia que gobierna las mentes de los tecnócratas y es insensible a los humanos y al planeta.

En Seattle el mercado ha sido cuestionado por los mismos consumidores que han asumido la identidad de ciudadanos del mundo y que miran de nuevo a la política como el único poder capaz de controlar al mercado y dotarle de dimensión humana, social y sostenible.

Un nuevo mundo surge de entre las nieblas de final de siglo. Los desarrollos de la ciencia, de las técnicas y del capitalismo neoliberal (que convergen ya de modo formidable en la industria genética, por ejemplo), y la búsqueda del beneficio como único horizonte, de la maximización y de la rentabilidad como lógica y como pensamiento único, se han constituido como el gran peligro para la humanidad.

En Seattle, los agricultores, los que están más cerca de la tierra, han cuestionado la pompa de jabón especulativa de los mercados financieros. Ellos y ellas, con su lógica de ciclo vital, se han rebelado contra la agricultura intensiva, contra los alimentos transgénicos sin garantías, la degradación de la calidad de los alimentos y de la vida, la degradación de los medios naturales, urbanos y de la biosfera. Y, lejos ya de una mentalidad más o menos conservadora, característica atribuida a los medios rurales, han denunciado la supeditación de lo político a lo económico, la precariedad del empleo, la disminución de las garantías sociales y la falta de visión ante los problemas globales.

En Seattle, los agricultores, herederos de la tierra y los desheredados del planeta, han juntado sus voces con las ONG internacionales para reclamar a los gobiernos del mundo una política de la civilización: la única posible a escala humana, a escala planetaria.

Y han exigido sentido contra el sinsentido del neoliberalismo, más pensamiento contra el consu-

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José María Mendiluce es eurodiputado y presidente electo de Greenpeace Internacional.

Green, peace: Greenpeace

Viene de la página anterior mo irracional y conciencia sin fronteras frente a la inconsciencia de un modelo de desarrollo cruel y depredador.

Pero la denuncia imprescindible no es suficiente si queremos avanzar en el objetivo de fondo, que no puede ser otro que el de cuestionar lo político y lo económico con una nueva lógica ecológica, que, sumada a otras rebeldías a favor de la solidaridad y las libertades, deben constituirse en una energía capaz de modificar políticas y propuestas.

El pensamiento ecológico no es sólo patrimonio de los expertos ni puede reducirse a los más sensibles. Tiene que atravesar e impregnar todas las sensibilidades. Es demasiado serio lo que nos jugamos para que dependa de nuestros personalismos y del grado de madurez de nuestras organizaciones. Superemos las visiones parciales que nos sectorializan -yo, con Chechenia o Chiapas; tú, con los delfines, y él, con el sida- para redescubrirnos en un creativo y complementario nosotros, consciente de sus posibilidades, con una visión de conjunto desde la autonomía. Nada está separado. Y quien nos quiere especializados, nos quiere divididos.

En Kioto, hace tan sólo dos años, toda la comunidad científica nos alertó de manera clara e inequívoca de la relación entre el cambio climático y el modelo de desarrollo neoliberal, tan depredador de los recursos limitados del planeta como injusto con los derechos humanos y sociales de tres cuartas partes de la humanidad. Mientras, los gobiernos confían en alargar nuevamente los plazos y demorar los compromisos, más preocupados por el comercio de la contaminación, es decir, por la compraventa de los cupos de contaminación de los países ricos a los pobres, que en el cumplimiento de los acuerdos adoptados. Esperando que el cambio climático sólo afecte a los pobres, aparcan con una desfachatez suicida y criminal la reducción de la emisión de gases causantes del recalentamiento de la atmósfera del planeta.

Cambiar políticas y actuar cuando hace falta. Ésa es la clave. Y las emergencias ecológicas o humanitarias nos enfrentan a importantes responsabilidades. Individuales y colectivas. Ciudadanas y gubernamentales. Pensar globalmente y actuar localmente ya no es suficiente. Un nuevo internacionalismo se abre paso entre las nieblas. Pensaremos y actuaremos localmente. Pero también pensaremos y actuaremos globalmente. Conscientes de que la globalidad de los problemas debe enfrentarse desde la globalidad de las respuestas.

Porque no es posible pasar de siglo desde la actitud suicida del "ya se arreglará" o del "no hay nada que hacer". Como se ha puesto en evidencia repetidamente en estos años, es posible cambiar el curso de las cosas. Es cuestión de voluntad, firmeza y tenacidad.

Al aceptar presidir Greenpeace a nivel internacional, me comprometo con una organización que actúa y denuncia, pero también propone e investiga, y que pretende ser el catalizador de esfuerzos e iniciativas rebeldes, concretas, locales y globales. Atacada porque molesta pero respetada porque sabe lo que dice y cómo llegar a la opinión pública. Y me comprometo también a contribuir a los cambios que requieren los nuevos retos, para que Greenpeace sea un referente cada vez más activo y reflexivo, más eficaz, más fuerte, mejor integrado a escala internacional y más abierto y transparente.

Será un honor y un reto trabajar con ellos y ellas para que la agenda del siglo XXI se base en dos objetivos complementarios e inseparables: la paz entre los humanos y la paz con el planeta. Porque la paz, como decía Camus, es lo único por lo que vale la pena luchar.

Por nosotros y por las generaciones futuras.

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