Bosnia verbal XAVIER BRU DE SALA
Tenía que suceder. El camino emprendido por el nacionalismo vasco y su oponente español circula por una escalada verbal que convierte la actual ruptura en algo bastante más previsible que el anunciado, aunque no consumado, final de la tregua. Los dos contendientes en esa guerra, que todavía cabe desear incruenta y esperar poco violenta por parte vasca, comparten una similar aversión al matiz y la ambigüedad, no gustan de practicar eso que todavía hoy, a falta del correspondiente vocablo de nuevo cuño, se llaman relaciones de colaboración-competición, son amigos de la claridad y alérgicos al doble significado, a lo que llamamos subtexto los aficionados a la escritura.Así las cosas, Aznar ha colocado su bomba verbal a poca distancia del objetivo. El símil no es Kosovo -si lo fuera, Euskadi sería independiente hace rato-, sino Bosnia. Para Arzalluz y su gente, los vascos de identidad española son, como los serbios de Bosnia, recién llegados, cuando no desertores, que deben optar entre integrarse a la nación histórica o resignarse a tener menos derechos. Para Aznar, su Gobierno, el principal partido de la oposición y la intelectualidad que les inspira a ambos, esos mismos vasco-españoles son una reserva que garantiza la integridad territorial, lo que de veras les importa a todos, digan lo que digan. Unos mandan en, desde y para Madrid; los otros, desde la autonomía y para la soberanía. La simetría se rompe, a un lado, por el uso deslegitimador de la violencia; al otro, por el uso legitimador de un vocabulario moderno y unos valores respetuosos con los individuos (de cuya defensa no está exenta la consideración de grupo).
Aunque bien pudiera suceder que, consciente de su desventaja en el campo de la propaganda, básico para la disputa de adhesiones, el nacionalismo vasco consiguiera suprimir la primera diferencia y limar la segunda. Desde la distancia y la dificultad de comprensión, estoy casi seguro de que no es otro el propósito de la mayoría de nacionalistas, aunque no para dar la razón a los españolistas, sino con el firme propósito de adjudicársela para su causa. Si este es el caso y, a pesar del trazo grueso, certera mi visión de la cuestión, convendrá pronto añadir a los símiles militares utilizados, el de las famosas guerras de trincheras que tanto furor causaron durante la I Gran Guerra. Mientras unos excavan nación, o la construyen, que para el caso es lo mismo, los otros fortifican un cordón de seguridad para impedirles, además de todo avance, cualquier posible traspaso de electores. Como en todas las guerras, o en la mayoría de ellas, la ciudadanía preferiría vivir tranquila y ajena al conflicto, pero acepta con patriótica resignación lo decidido por sus respectivos líderes, ya que al fin y al cabo dicen hacerlo -y de hecho lo hacen, en especial si vencen- en bien de la comunidad. Por ahí van, y para largo, los nuevos tiros en el País Vasco. Los ciudadanos con doble adscripción identitaria, que siguen siendo mayoría, se están viendo forzados por unos y otros a definirse o bien como sobre todo vascos o como españoles en primer lugar. De su resistencia a los cantos de los jefes depende que puedan adquirir nuevo protagonismo las teorías que pregonan la transacción y la ambigüedad, hoy por hoy relegadas al antro oscuro de lo que ambos deben entender por actitudes blandengues.
¿Cuál sería en este caso, la posición más sensata del catalanismo? Además de predicar desde aquí lo que allí nadie está dispuesto a practicar, o sea el diálogo transaccional, el pacto y las medias tintas -que son medias derrotas y medias victorias a la vez-, sería conveniente tomar partido, si bien manteniendo el debido y prudente alejamiento. Para ello, nada mejor que atender con la máxima imperturbabilidad al propio modelo, expresado con sorprendente unanimidad en la celebración del 20º aniversario del Estatut. Con muy distintos matices y alcances, los representantes de todas las fuerzas políticas representadas en el Parlament apostaron por la vía de las reformas. En los dos extremos del arco parlamentario, ERC anda lejos de las posiciones maximalistas que la caracterizó en la etapa de Colom, de modo parecido al usado por el PP para apearse del inmovilismo beligerante de su época de Vidal-Quadras. No todo son flors i violes, claro, pero en comparación con el conflicto vasco, el comportamiento de todos los partidos y tomas públicas de posición de la sociedad catalana resultan ejemplares.
¿Estamos entonces, Cataluña entera y el catalanismo, a la misma distancia de unos y otros? No hay aquí unanimidad. Creo, sin embargo, que superponiendo los argumentos y las conveniencias a las posibles simpatías, es mejor, más beneficioso para Cataluña y provechoso para el futuro peninsular inclinarse por España, sin dejar de defender el entendimiento. Tal postura es, además, aconsejable por pragmatismo: la interminable guerra verbal posterior al terrorismo no nos va a hacer ningún servicio. Además, deberemos convivir con la España resultante, sea la que sea, y mucho menos o casi nada con Euskadi. Por si fuera poco, los partidarios del asimilacionismo españolista no desean otra cosa que una repetición de la estrategia vasca en Cataluña, pero si su juego no es el nuestro, nuestro objetivo debe ser, en los próximos 30 años, impedir, usando la inteligencia y negándoles los pretextos, que su España se instale en Cataluña.
PACO MINUESA
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