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Reportaje:EXCURSIONES - CANTO DEL GUARROEXCURSIONES - CANTO DEL GUARRO

'Abecedarium naturae'

Una senda didáctica conduce entre bosques y cultivos hasta este mirador de San Martín de Valdeiglesias

Alguien ha escrito -poco importa quién- que daría todos los paisajes del mundo por los de la niñez. "¿Qué puede competir con el arroyuelo de nuestra aldea natal, con aquel que bajaba cantando junto a nuestra cuna y brezó nuestros sueños de la infancia?", se preguntaba Unamuno. Para muchos madrileños, su primer paisaje fue el de los encinares y pinares del Alberche, el de aquel embalse de San Juan que acababa de ganarse el burdo remoquete de playa de Madrid: un paisaje dominical de neveras portátiles, fuerabordas, comediscos y detritos que, en cuanto los chavales pegaban el estirón -físico y mental-, aborrecían minuciosamente.Por eso llena de melancolía ver que ahora vuelven los niños por estos pagos, de la mano de expertos en educación ambiental, a recorrer la senda del Canto del Guarro, junto a San Martín de Valdeiglesias, un poco como cuando Giner sacaba a la muchachada de las aulas polvorientas de hace un siglo a aprender el abecedarium naturae en el libro abierto de la Creación. Allí, olvidado bajo una chaparra, hallamos días pasados el cuaderno donde un niño había copiado: "La encina, que hoy aparece en forma de mata o arbolillo, salpicando el paisaje, antaño lo cubría por completo. Los encinares fueron aprovechados durante siglos para obtener carbón, leña, pastos y caza. En el Canto del Guarro puede verse cómo van recuperándose lentamente, tras el abandono de los usos tradicionales".

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La senda, bien señalizada con letreros y mojones de madera con franja roja, arranca de la ermita de la Sangre, al sur de San Martín, cuyo extenso caserío vemos desde aquí como en cinemascope, dominado por dos descollantes fábricas graníticas: la iglesia de San Martín de Tours, trazada por Herrera en el siglo XVI, y el castillo de la Coracera. Un castillo maldito, cuyo primer propietario fue el condestable don Álvaro de Luna, que acabó sus días en el patíbulo (1453), y el penúltimo, un personaje tétrico, de nombre Juan, del que se cuenta -para pasmo de la chiquillería- que tenía una leona a la que alimentaba con carne de burros que desangraba colgándolos de la puerta del jardín; que escuchaba marchas fúnebres y que una noche, jugando a la ruleta rusa, se le acabó el disco de golpe.

Por el camino de tierra que nace en la margen contraria de la carretera M-501, a espaldas de la ermita, tiraremos monte arriba atravesando primeramente baldíos, olivares y viñedos -nada malos son los vinos de San Martín, obtenidos a partir de las variedades garnacha y albillo, cuya producción comenzaron los monjes del monasterio cisterciense de Pelayos en el siglo XII-, que luego dan paso al encinar y, más arriba, al bosque de pinos piñoneros.

Como a una hora del inicio, mediado el recorrido, deberemos tomar una desviación a la izquierda para ganar en cinco minutos la cumbre del Canto del Guarro, que está coronada por un repetidor de telefonía móvil y por un vértice geodésico, sito en la punta misma de la roca, a 828 metros de altura. Por el lado norte divisaremos, de izquierda a derecha, Gredos, el cerro de Guisando, San Martín, las Cabreras de San Juan y la Almenara, primera y puntiaguda piedra de la sierra del Guadarrama. Por el otro, los vastos pinares que son refugio del águila imperial, el buitre negro, el águila perdicera y otras rapaces a las que no resulta difícil ver planeando sobre estas lontananzas de copas globosas como sobre un mar de burbujas.

Regresando al desvío, retomaremos la senda jalonada para completar el circuito por la ladera contraria del cerro y salir de nuevo a la carretera M-501, a 500 metros de la ermita de la Sangre. Es fama que al pie de esta ermita, reinando EnriqueIV, se juntaron los vecinos de San Martín para dar batalla a Diego Hurtado de Mendoza, que los quería señorear. Ahora aquí se reúnen los colegiales para enfrentarse, caminando, a la tiranía de la ignorancia, y nosotros para recuperar aquel primer paisaje que nadie nos enseñó a amar.

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