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Los que van a morir te retratan

Javier Marías

Hace unas semanas murió Rafael Alberti con casi noventa y siete años y los periódicos, con celeridad inaudita, llenaron páginas y páginas (alguno hasta veinte) de muy variadas necrológicas: semblanzas personales, evocación de anécdotas, análisis de la obra, exaltaciones poéticas, algún comentario político. A estas alturas de nuestro descontento, no creo que se le escape a nadie que tales rapidez y simultaneidad fueron posibles sólo porque la mayoría de los obituarios estaban escritos con anterioridad a esa muerte. La de Alberti, tan longevo el hombre, era de las más esperadas, y sin duda algunos de esos artículos llevaban no días ni semanas ni meses, sino años aguardando la hora de visitar la imprenta. La de tener ya redactadas las loas póstumas de los muertos plausibles es al parecer costumbre tan extendida, primero en países más pragmáticos y también ahora entre nosotros, que a nadie sorprende, a nadie parece rara o indelicada, no digamos mal, semejante práctica. A mí sí me lo parece.Hace casi siete años, cuando al novelista Juan Benet, dijeron -y acertaron, pero eso no importa-, le quedaban tan sólo horas de vida, este diario, sin duda con la buena intención de rendirle el mejor homenaje posible, se dirigió a Félix de Azúa, Antonio Martínez Sarrión, Eduardo Mendoza, Vicente Molina Foix y a quien esto firma para pedirnos que escribiéramos sendas piezas necrológicas sobre el agonizante. Todos éramos escritores, todos amigos suyos. Supe luego que todos, cada uno por su cuenta y sin mediar palabra entre nosotros, habíamos rehusado con parecidos argumentos. El mío fue, más o menos: "Aunque sea seguro que se va a morir en breve, no puedo escribir de él aún vivo como si ya hubiera muerto". No me atreví a añadir lo que seguramente también pensaba: "Y está por ver que se muera". No es que me negara a aceptar lo irremediable, ni que creyera en la inmortalidad del amigo, privilegio especial suyo. En modo alguno. Si algo damos por seguro los hombrcs desde que hay memoria de nosotros mismos, es que a todos y cada uno nos sobrevendrá "la metamorfosis", como la llamó Nabokov, o nos llegará por fin "esa cosa distinguida", como la saludó Henry James al oírla acercarse. Y sin embargo la única manera respetuosa, delicada, no fanática y noble de lidiar con tal certeza ha sido durante siglos no manifestarla en exceso -respecto a los demás, al menos-, o, más aún, no darla por supuesta, no darla por descontada, en la medida en que nos encontramos sólo ante una certeza de tipo empírico, no dogmático ni desde luego matemático (así fue siempre, si es que ya no lo es ahora). De otro modo: la experiencia nos decía que llegaría la metamorfosis, y además nos lo decía sin excepción conocida. Pero no nos lo decía ninguna teoría ni ley ni principio, en tanto que enunciado no era irrebatible. De ahí que el hombre, incluso el no religioso, haya podido obrar en su vida como si no fuera necesariamente mortal. Casi ninguno se ha creído tampoco inmortal, pero la mayoría ha podido estar en el mundo como si fuera a-mortal, durante la mayor parte de su tiempo dado. Eso le ha estado permitido y así le ha sido posible fingir que se asemejaba en eso a los demás animales, ante los que su única desventaja ha sido precisamente tener conciencia de su propio fin. "Sí, moriré, pero aún está por ver" es acaso la actitud que todavía hace girar la débil rueda del mundo.

Eso está cambiando. Aunque parezca una sutileza imperceptible de tan delgada, una cosa es contar con la muerte, otra darla por descontada. Y es esto último lo que está haciendo: con impudicia, además, sin escrúpulo ni miramiento. Incluso con aplauso. A nadie le parece escandaloso que estén ya escritas las necrológicas de los notables de edad avanzada, pronto las habrá también listas de los de edad sólo madura, y se las irá retocando. A nadie le parece afrentoso que esas piezas esperen el momento de ser usadas -esto es, rentables-, como hacen sin querer esos diccionarios biográficos en que uno lee: "Alberti, Rafael (1902-)", en lugar de lo que se leía antaño para los vivos, a saber: "Alberti, Rafael (1902)". Se diría una insignificancia, pero ese guión y ese espacio en blanco tras la fecha de nacimiento no es que sean ominosos (o algo peor para el supersticioso), es que resultan obscenos, burocráticos, un agravio y una grosería; y sin embargo es con ese espíritu como empieza a considerarse y verse la muerte de las personas: el espacio en blanco ha de ser rellenado, hay en él una impaciencia muda, un mohín administrativo, el fastidioso reconocimiento de que esa entrada del diccionario está incompleta. Hay también, por tanto, un tácito deseo de completarla. Tácito, tal vez inconsciente, sin duda desprovisto de respeto por la vida y de tacto.

En consonancia con todo esto, hay por ahí, asimismo, un programa de televisión muy premiado, cuyo título es Epílogo -creo-, que jamás he visto ni veré en modo alguno. Su emisión no es regular, no puede serlo. Se trata de entrevistas a personajes públicos (en principio de edad avanzada) que serán exhibidas tan sólo tras la muerte de los entrevistados (eso sí, enseguida). He leído u oído que sus responsables insisten en que el programa es "respetuoso", o "de buen gusto", o que "no busca el morbo ni lo macabro", cosas por el estilo. No tengo inconveniente en creer que dichos responsables sean sinceros, que crean en verdad lo que dicen, también que lleven extremo cuidado para no resultar ofensivos con el aún-vivo ni luego con el ya-muerto. No necesito haber visto ninguna de sus emisiones para saber que, por su propia concepción y definición y características, ese programa tan celebrado sólo puede ser irrespetuoso, de dudoso gusto, muy morboso y algo macabro (y que cuente con la colaboración de los entrevistados no lo legitima: nada más fácil -ni quizá más bajo- que halagar la vanidad de un enfermo o de un viejo). ¿Qué es eso de hacer y guardar algo para después de la muerte? ¿Qué es eso de aprovechar al vivo con fines póstumos? ¿Qué, sino especulación y cá1culo, explotación y tal vez usura de esa muerte? El espíritu de quienes han concebido ese espacio no puede ser muy distinto -aunque quizá no lo sepan- del de los periodistas que llevan su trabajo ya "adelantado" y aguardan -acaso desean- el momento de darlo a conocer, de por fin hacerlo tempestivo y útil. Tampoco muy distinto del

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Javier Marías es escritor.

Los que van a morir te retratan

de aquel individuo que se desvive porque el escritor anciano le dedique un libro, a sabiendas de que no habrá más oportunidades apenas de conseguir su huella. Ni del de quien conservó hasta la última horquilla de Marilyn Monroe en previsión del día en que la cabeza de ésta ya no fuera a necesitar ninguna. Ni del de los herederos inciertos que empiezan a tratar al pre-muerto conforme a sus intereses. Hace poco leí que Billy Wilder, harto de tanto buitre adulador y joven, se negaba a casi cualquier encuentro con desconocidos, con "amigos" y "admiradores" de última hora. Se comprende la medida en sujeto tan perspicaz y que tan poco parece haberse engañado sobre la naturaleza humana a lo largo de sus noventa y tres años.Para todo hay nobles pretextos y explicaciones, faltaría más, y para estas actitudes rapiñadoras ya se sirven por docenas. "Se erigirá en un documento histórico de gran valor". "Se convertirá en un sobrecogedor testimonio del siglo". "Contaremos con un archivo incomparable de las figuras mayores de nuestra cultura, ojalá tuviéramos lo mismo de Cervantes o Lorca". "La información ante todo, hay que homenajear como es debido, sin im provisaciones". Palabras bonitas, todo zarandajas, recursos de sacamuelas. La falta de respeto y el ánimo artero se manifiestan en el tiempo verbal, en esos futuros, "se erigirá, se convertirá, contaremos". Vivir o aprovechar el presente de alguien en su futura condición de pasado es una de las mayores faltas de respeto que me cabe imaginar, es dar al vivo ya por muerto. Eso ha tenido siempre sus nombres, no son gratos y ya han aparecido en este artículo, especulación y usura. Gobiernan en demasía esta época, y era sólo cuestión de tiempo que también se adueñaran de las muertes de las personas: esas muertes que, aunque seguras, hay que ver y tratar por respeto, siempre, precisamente como improvisaciones.

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