Detrás del escaparate
EL GOBIERNO de José María Aznar se ha vanagloriado repetidamente de que su política tributaria es capaz de bajar los impuestos sin alterar por ello los indicadores básicos del presupuesto, tales como los ingresos fiscales y el déficit público. Tanto es así que el triunfo electoral del PP en 1996 no puede entenderse sin la promesa de aliviar la carga impositiva de los españoles y que buena parte de sus esperanzas de ganar el año próximo están basadas en la nueva Ley del Impuesto sobre la Renta, cuyo primer efecto ha sido reducir las retenciones en los salarios que los contribuyentes están cobrando ya este año.Es un hecho, sin embargo, que en los últimos tres años la presión fiscal que soportan los ciudadanos españoles -entendida como la suma de los impuestos directos, indirectos y cotizaciones sociales- ha aumentado del 32,7% del PIB al 34,2%; y también lo es que la presión fiscal en España es la segunda más baja de la Unión Europea y dista mucho de la media del 41% del PIB que se registra en la zona. Así pues, cabe preguntarse al menos si es verdadera la suposición de que este Gobierno ha bajado los impuestos.
En realidad, el mensaje de que en España se pagan hoy menos tributos, que con tanta insistencia se emite desde los centros oficiales, contiene un malentendido. Lo que este Gobierno ha planteado es una reducción de los impuestos directos, concretamente del impuesto sobre la renta, pero, a cambio, en el último trienio se han subido otras cargas indirectas y desde luego algunas especiales o específicas. El peso de los impuestos más progresivos, aquellos en los que se paga en función de la renta disponible, está reduciendo su importancia en la recaudación total, mientras que los impuestos indirectos, que se pagan con independencia de la renta de cada uno, ganan terreno y son los grandes financiadores del Estado.
Ésta es la tendencia dominante en Europa y, por tanto, España no constituye una excepción regresiva; pero explica en parte por qué el mensaje político de que bajan los impuestos debe entenderse por el más exacto de que "bajan los impuestos directos", que son aquellos que el contribuyente tiene conciencia de pagar, al tiempo que se mantienen o suben los que el ciudadano paga sin apreciarlo. Una relectura transparente de esta estrategia es que se reducen los tributos que pueden acarrear costes políticos a cambio de elevar aquellos que no tienen.
La explicación oficial de que la presión fiscal ha aumentado porque se ha reducido el fraude a la Hacienda pública es muy difícil de creer. El caos político y organizativo de la Agencia Tributaria cercena cualquier atisbo de optimismo en la lucha contra el fraude. El aumento de la recaudación tributaria sí puede explicarse por la elevada tasa de crecimiento económico y por la afloración espontánea de dinero oculto, favorecida por el inmediato cambio de moneda.
Hay razones para temer que el Gobierno no está desarrollando una política tributaria equilibrada. Mientras enfoca toda la atención administrativa sobre la rebaja del IRPF -loable en sí misma- olvida o menosprecia los graves problemas de funcionamiento y equidad que distorsionan otros impuestos. El tratamiento fiscal de las plusvalías o el escandaloso volumen de gastos fiscales -deducciones y desgravaciones que el Estado deja de percibir- en el impuesto de sociedades, que debería gravar de forma armoniosa los beneficios de las empresas, son gravísimos problemas arrinconados que convierten al sistema tributario actual en una maquinaria injusta y regresiva. Este Gobierno debería prestar menos atención al escaparate del IRPF y trabajar más en la trastienda tributaria, además de evitar modificaciones escasamente meditadas y que sólo conducen a una inseguridad fiscal, siempre indeseable, como ha ocurrido con los cambios propuestos en la fiscalidad de los ingresos irregulares para intentar tapar el escándalo de Telefónica.
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