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Tribuna
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El cielo sobre Paul Bowles

La verdad es que hasta El cielo protector nadie se fijaba mucho en Paul Bowles en Tánger. Es muy fácil no ser nadie en Tánger, y no parecía que aquel caballero neoyorquino, de la cepa cosmopolita, quisiera ser alguien. Más bien tenía interés en que los otros fueran alguien: sabía sacar adelante a un escritor marroquí como Mohammed Chukri (tradujo al inglés su novela For bread alone) o el pintor Yacubi: entre él y Emilio Sanz de Soto -otro descubridor- le hicieron exponer en Nueva York y ahora está en la colección permanente del Guggenheim. Fue una especie de amanuense de Mohammed M"Raabet, con cuya biografía relatada compuso en texto que describía como nunca se había hecho la vida del marroquí innominado y pobre.A Bowles le eclipsaba su mujer, Jenny, ahora enterrada en Málaga, donde murió con la cabeza perdida. Jenny y Paul Bowles eran una pareja extraña: vivían entonces puerta con puerta, ella sostenida -físicamente: se caía- por una marroquí, la Cherifa, a la que Paul atribuía capacidades mágicas y de la que siempre sospechó que estaba drogando a su mujer, hasta la muerte. Él, con un marroquí discreto, que le ayudó también.

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Paul Bowles era, para algunos de nosotros, un músico que había sido crítico de fama en Nueva York (su maestro en París fue Aaron Copland), que había compuesto seriamente, pero que luego se había dedicado en profundidad al estudio de la música folclórica marroquí, más allá de la meramente arabigoandaluza que se estudiaba en los conservatorios: la de las etnias, la de las kabilas. Su casa era un archivo impresionante, en una época en que el grabador de mano, el casete, no existía y los magnetófonos eran pesados y enormes: cargado con ellos recorrió todo el país, registró y comentó, analizó. Tengo entendido que la colección se encuentra hoy en la Biblioteca del Congreso.

Apenas frecuentaba la vida social. Recibía en casa: Tennessee Williams, Burroughs, Genet, Truman Capote. Estoy hablando de algunos de los más grandes escritores de este tiempo, y tambien de un sexo que en Tánger hacían manifiesto con más libertad que en otros sitios.

Todos hablaban con enorme respeto de Bowles: era uno de ellos, uno de los que escaparon de Estados Unidos: a París sobre todo, como la generación anterior -Miller, Hemingway-, pero tambien a Tánger. Decía Bowles que era un error creer que había elegido un lugar perdido del mundo para vivir, porque Tánger podía ser en momentos determinados la capital del mundo.

Fue el cine, y un cine extraordinario, el que descubrió a Paul Bowles, ya anciano: en 1992 se publicó el libro Paul Bowles by his friends, por el editor inglés Peter Owen: una corona de retratos y elogios por algunos de los grandes escritores del mundo (Emilio Sanz se encargó del entorno español del escritor).

Comenzó a recibir periodistas, fotógrafos, biógrafos. No salía de su asombro: pero no lo aceptó mal. De España llegó Juan Cruz, director entonces de Alfaguara -una editorial a la que prácticamente recreó -y no se limitó a proponerle contratos editoriales, sino que le rodeó de ese afecto que le es propio: procuró el estreno en Madrid de una ópera de Bowles sobre García Lorca, le cuidó, le ayudó.

Había cumplido ochenta y nueve años. Me contaban de él que estaba postrado, que se acababa lentamente, pero que recordaba, que razonaba, que estaba mentalmente vivo.

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