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La Kfor protege las viviendas de 800 serbios que no huyeron de Pristina

Xavier Vidal-Folch

En Pristina, la capital de Kosovo, los serbios son una especie en extinción. Casi todos los 15.000 habitantes de esta etnia han huido hacia Serbia desde que las tropas internacionales liberaron al país del yugo de Belgrado. Escaparon a la venganza y a las intimidaciones de sus antiguas víctimas, los albanokosovares. Los escasos centenares que se han quedado en casa son objeto del cuidadoso mimo de los soldados de la Kfor y de la Administración provisional de la ONU. La comunidad internacional pretende salvar a cualquier precio el carácter multiétnico de la ciudad.

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Ya casi son nadie

ENVIADO ESPECIALPalpita el odio. Cuatro meses después de la liberación, han cambiado las tornas. Hasta entonces, a los albanokosovares se les perseguía impunemente, se les asesinaba, torturaba o expulsaba. Desde entonces, son los serbokosovares los que sufren las iras de sus vecinos, quienes en su mayoría no distinguen entre verdugos y víctimas.En la capital quedan 50.000 de sus casi 200.000 habitantes. De ellos, entre 800 y 1.500 son serbios, según la Kfor (fuerza internacional para Kosovo). La cifra más alta corresponde a los fines de semana, en que los familiares del campo acuden a visitar a los capitalinos y, si pueden, a realizar algunas compras. Aunque el obispo ortodoxo Artiemjie rebaja ese número a sólo "unos 400". Es difícil concretar, no hay registro ni censo ni padrón.

La fuerza aliada, bajo mando británico en esta zona, dedica 250 soldados a su protección y vigilancia, aparte de los 320 agentes de la policía internacional -en tres turnos- establecida por la Unmik, el Gobierno provisional instalado por Naciones Unidas. Obsesivamente, porque "Pristina, por su influencia en todo Kosovo, debe convertirse en un modelo de convivencia". Los tienen localizados en una quincena de núcleos, que no sólo patrullan intermitentemente, siete días a la semana y 24 horas al día, sino que les dedica destacamentos de una decena de uniformados permanentemente instalados en pisos vecinos, para activar respuestas rápidas a cualquier agresión. Todo ello da cuenta de la prioridad política que supone su permanencia en la ciudad, básica para una futura reconciliación, que tardará años: España requirió más de una generación para suturar las heridas de la guerra civil.

Un dispositivo parecido, con 12 soldados en perpetua vigilia, se puso en marcha en el vecino pueblo de Mateconi, para proteger a ¡dos! ancianos serbios, rodeados por 3.500 albaneses.

Pero ya ha dado paso a una fase más avanzada. "Tras semanas de protegerlos, optamos por identificar a los líderes naturales albanokosovares del pueblo y a los creadores de opinión, les convencimos de que si ellos mismos no garantizaban su seguridad, lo que era un deber moral porque no se trataba de criminales, la comunidad internacional acabaría impacientándose y cortaría las ayudas a Kosovo", explica el jefe de la fuerza, el coronel británico Nick Carter, quien extrajo esas y otras lecciones de las experiencias en Irlanda del Norte y Chipre. "En algunas cosas Pristina es el Belfast de los Balcanes", compara.

Frente a la iglesia ortodoxa del barrio norte, permanentemente custodiada porque en caso contrario sería una ruina, siete chaquetas verdes británicos ocupan una coqueta casa de planta baja cedida por un vecino. Protegen la misa de los domingos, a la que acuden algunas decenas de fieles serbokosovares. Patrullan las calles. Usan su prestigio de "salvadores" para inducir a los albaneses a evitar intimidaciones contra las siete familias serbias que aún restan en el barrio.

Las siete familias están aisladas. Los niños no acuden a los colegios, recién reabiertos, reciben alguna clase en domicilios particulares, como hicieron al por mayor los albaneses desde que Slobodan Milosevic suprimió la escuela en su lengua, hace diez años. Es que no se atreven. Los adultos ni siquiera osan hablar con extranjeros o salir a la compra, viven de la ayuda humanitaria proporcionada por ACNUR. Los pocos recados urgentes -el tiempo se les heló entre los dedos- se los hacen los soldados.

Muy cerca de la vivienda de éstos está la del sastre Sani Kamberi, su mujer Zora (de 38 años) y sus hijos Ferdi (de 15), Mentor (de 14) y Sona (9), la niña de la casa. En el cancel, como tantas otras familias albanas, han pintado a brochazos el nombre y apellido de Sani, no sea que alguien se equivoque, les confunda con serbios y les juegue una mala pasada. El letrero es el certificado indirecto pero más palpable del acoso a la minoría.

Lo practican las víctimas de ayer, aunque sin el apoyo de un Estado ni la masividad de la presión, y enarbolando la quizá comprensible pero desgraciada coartada de su sufrimiento anterior.

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