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Abstencionistas y hastiados JOAN B. CULLA I CLARÀ

Confesémoslo sin ambages: somos tontos. Lo somos todos aquellos que en estas últimas semanas, desde las sensibilidades más diversas y los criterios más dispares, nos hemos devanado los sesos tratando de desentrañar el escrutinio del pasado 17 de octubre, de entender los múltiples mensajes del cuerpo electoral y el complejo significado del voto y del no-voto a cada candidatura. Trabajo inútil, esfuerzo vano. La verdad -no sé cómo no nos hemos dado cuenta- es una, y además muy simple. Por fortuna para quienes andábamos errados y perplejos, alguien que está en posesión de ella, Ignacio Vidal-Folch, se ha dignado impartirla en su artículo Frankenstein en el Parlament, aparecido en esta misma página el pasado martes.Con esa mezcla de suficiencia y dogmatismo que es la marca de fábrica de toda una escudería intelectual catalana, Vidal-Folch comienza por ocuparse de la abstención. Según los datos provisionales disponibles, ésta fue del 40,08%, seis puntos por debajo de las autonómicas de 1992 e inferior en casi 4,5 a la que registraron las municipales del pasado junio, cuando ese dato no mereció mayores disquisiciones ni empañó -por ejemplo- la brillante victoria de Joan Clos. En todo caso, el 40,08% es mucho. Sin embargo, a Vidal-Folch debía de parecerle poco para sus necesidades argumentales, de modo que decidió aumentar la abstención en 10 puntitos de nada; así, con este redondeo, ha podido sentenciar que "a más de la mitad de los ciudadanos" la política autonómica catalana no le interesa lo más mínimo.

Pero, incluso sin aritmética creativa, el hecho es que hubo dos millones largos de abstencionistas. Ahora bien, si de verdad creemos en esta sociedad plural, heterogénea y abierta con la que algunos se llenan la boca, tanto ustedes como yo supondremos que en el inmenso caudal de la abstención se confunden corrientes muy distintas; que allí se mezclan ácratas y perezosos, radicales y pasotas, ciudadanos que se sienten agraviados por las administraciones y otros a quienes su cadena de televisión les ha hablado poco y mal de estos comicios catalanes, gentes asqueadas de la política o que, al contrario, creen que todo está ya decidido sin su voto y, además, les parece bien, indecisos a los que ninguna campaña ha seducido lo bastante, personas políticamente poco integradas en Cataluña, etcétera.

Pues bien, ustedes y yo estamos en un error. Según dictamina Ignacio Vidal-Folch, la causa de la abstención es... el nacionalismo. Así de sencillo: el común denominador nacionalista por el que atraviesa la política catalana desde 1980 es lo que ha ahuyentado de ella a "más de la mitad" de los electores. Pero los efectos deletéreos de ese mal van mucho más allá. Por ejemplo, quizá se habrán preguntado ustedes por qué fracasó el PI. ¿Porque había nacido de una escisión desatinada e incomprensible? No. ¿Porque sus líderes dieron una pésima imagen de apego a cargos y sueldos? Tampoco. ¿Por su falta de arraigo social y territorial, de perfil programático diferenciado, de consistencia ideológica...? Nada de eso. El pecado del PI fue ser -cito a Vidal-Folch- "el único partido claramente independentista"; eso lo mató. ¡Y todavía hay quienes desperdician su juventud estudiando ciencias políticas!

En perfecta coherencia con las anteriores tesis, el artículo que vengo glosando sostiene que la excelente votación obtenida por Maragall procede de los ciudadanos "hastiados de la dinámica y el ruido nacionalista", y que tal contingente hubiera sido mucho mayor de haber podido desarrollar el candidato una campaña abiertamente antinacionalista sin las cortapisas de un posible pacto con Esquerra Republicana ni el handicap de "las inclinaciones nacionalistas de muchos barones del PSC". Estamos, claro, en el terreno de lo opinable y lo especulativo, pero ¿era eso lo que deseaba Maragall, ser el president del antinacionalismo? No me lo parece ni, escrutinio en mano, creo que le hubiera beneficiado un ápice tal apuesta. Además, ¿qué clase de hastío es ese que, después de 19 años, necesita aún de tanto galanteo para decidirse a votar?

Por lo demás, Frankenstein en el Parlament es, en sintonía con su título, un recosido de obsesiones extraídas de la morgue doctrinal. ¿Por qué resulta criticable que un político guste de fotografiarse con trabucaires y no lo es que todos ellos frecuenten y halaguen a rocieros, cofrades, peñas flamencas y ferias de abril? ¿Y a qué viene esa conseja de los "huevos de serpiente" y del "mal perder" con relación al nacionalismo catalán? ¿Acaso en los peores minutos de la última velada electoral en el Majestic empezaron a distribuirse armas? De momento, lo que está demostrado de ciertos "patriotas" es que tienen muy mal ganar, desde 1939 a 1996.

Verdaderamente, debe de ser muy duro ser tan listo, y tan clarividente, sin que ni los electores ni los líderes políticos le hagan a uno suficiente caso. De veras que lo siento.

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