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La equidad no va bien

¿Qué pensaría de un Gobierno que en su acción redistributiva transfiere más renta a los ricos que a los pobres? La aspiración de construir una sociedad justa en la que cada individuo puede llevar adelante su programa de vida pluriidentitario se fundamenta en el establecimiento de ciertas normas de convivencia de cuyo cumplimiento se responsabiliza al Estado. Cuáles sean estas normas, su alcance y cómo se llega a ellas representa la diferencia entre los distintos enfoques de la filosofía política actual, que sólo comparten la necesidad de reconocer a todos los ciudadanos el mismo derecho a un conjunto de libertades políticas.Esta igualdad política, con independencia de recursos económicos, conocimientos o posición social -sólo efectiva a partir del sufragio universal-, no garantiza, sin embargo, que cada uno pueda desarrollar sus capacidades potenciales, ni asegura una satisfacción adecuada de sus necesidades, ni incluso la existencia de una elección real entre distintos proyectos de vida. Si creemos que una sociedad justa debe conseguir todo esto hacen falta normas sociales complementarias que, con el mismo principio usado para la igualdad política, incrementen ese paquete de bienes básicos al que todos tienen un acceso equitativo en función de sus necesidades, y no de sus recursos. Ése es el sentido de las políticas que han universalizado el derecho a la educación, la sanidad o las pensiones.

Sin embargo, en la redistribución de renta que efectúa el Estado entre los ciudadanos se vulnera ese principio de equidad. No todos, en las mismas circunstancias personales, reciben lo mismo. Un ciudadano que ingrese 11 millones de pesetas al año tendrá derecho a una ayuda fiscal por hijo equivalente a 90.000 pesetas, mientras aquel cuyos ingresos no lleguen al millón anual sólo recibirá por hijo una ayuda social de 36.000. Otro ejemplo: aquellos que tengan ingresos por encima de un millón y medio de pesetas al año verán incrementada su renta disponible en un 11% de media tras la reforma fiscal, cuando aquellos pensionistas con ingresos tan bajos que ni tienen que declarar el impuesto sólo mejorarán un 3%.

Por si no se han dado cuenta, estoy hablando de España y de decisiones incluidas en los Presupuestos del Estado, pocas veces analizados desde el punto de vista de su equidad interna. Tal vez por ello no suele haber consciencia de una situación que se apoya en la pervivencia de dos viejas equivocaciones: haber separado la política fiscal y la social en ámbitos diferentes, a pesar de que ambas tratan de la relación Estado-individuos utilizando los mismos parámetros, ingresos y situación familiar, así como no percibir las desgravaciones fiscales que concede el Estado como una transferencia de renta. El hecho de que se compense en un mismo acto formal, la liquidación del impuesto no impide que sea un camino de doble dirección, en el que, por un lado, el ciudadano contribuye por el total de sus ingresos, y por el otro, el Estado le transfiere renta según los hijos que tenga, la compra de vivienda o lo que establezca su política fiscal.

También puede explicarse, dado que los pobres, aunque numerosos, son menos que el resto, desde un burdo utilitarismo -el mayor bien para la mayoría- o un cínico cálculo electoral. Pero entender no es justificar, ni mucho menos aceptar desde un punto de vista ético. Actuar para evitarlo, mejorando la equidad y, por tanto, la justicia social, nos llevaría a establecer una garantía pública de rentas mínimas para todos los ciudadanos, sean o no pobres, en ese paquete de derechos básicos universales que ya tenemos, lo que no es tan complicado, aunque significara una profunda transformación de la actual organización del Estado -unificando los criterios fiscales con los sociales- y, sobre todo, un cambio en la forma de abordar la llamada política social sacándola de los presupuestos para pobres, que acaban siendo pobres presupuestos.

Un procedimiento para empezar podría ser el siguiente: en el IRPF se contempla la existencia de un llamado mínimo vital exento de tributación porque se considera que es lo imprescindible para que una persona o familia pueda vivir. Pues bien, ninguna prestación pública, sea pensión no contributiva, subsidio de desempleo u otra, deberá situarse por debajo de ese mínimo vital que ya se reconoce para quienes por su nivel de ingresos tienen que hacer la declaración del impuesto. Ésa podría ser la renta mínima garantizada. Quienes se sitúan por encima de ella no contribuyen por la misma y quienes están por debajo reciben la transferencia oportuna hasta alcanzarla. Y a partir de ahí se puede discutir su cuantía, extensión a nuevos colectivos, el recorte en otras transferencias incluidas en los llamados gastos fiscales o la necesidad de complementar la lucha contra la pobreza con otros instrumentos de apoyo social. Con ello lograríamos que en las transferencias públicas entre individuos, que suman grandes cantidades de recursos, no se trate peor a los pobres, a la vez que reforzamos la libertad de elección vital para todos.

Nótese que estoy dejando de lado la posible aplicación de otro principio constitutivo de una sociedad justa según el cual se debe tratar mejor a los menos favorecidos para compensar desigualdades sociales que limitan sus oportunidades. Si incluyéramos esa discriminación positiva deberíamos hacerlo en todo el paquete de derechos básicos dirigiendo el dinero público hacia alumnos y familias con dificultades para una adecuada escolarización, aun a costa de reducir las subvenciones a colegios de elite, o planes sanitarios especiales en zonas marginales, en vez de subvencionar hospitales privados, o extendiendo los servicios públicos domésticos a ancianos con escasos recursos, en lugar de fomentar residencias privadas. Iríamos así hacia un criterio global de sociedad justa que podría resumirse en el siguiente principio: ayudar a cada uno a que desarrolle sus capacidades y garantizar a todos unas necesidades básicas. Si busca esto en los Presupuestos del Gobierno, le digo ya que no lo encontrará. Y si le suena a música socialdemócrata, le confirmaré que tiene buen oído.

Jordi Sevilla es economista.

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