Dos nacionalismos
MAÑANA SE cumplen 20 años desde la aprobación en referéndum de los estatutos de Cataluña y Euskadi. Ambos obtuvieron un amplio respaldo, en torno al 90%, aunque con una abstención de alrededor del 40%. Los Gobiernos salidos de las elecciones autonómicas celebradas desde entonces en las dos comunidades han sido siempre presididos por nacionalistas. Los 20 años transcurridos han revelado, sin embargo, las profundas diferencias entre ambos nacionalismos. La impugnación del actual marco autonómico por el nacionalismo vasco, tan espectacularmente escenificada el viernes por Egibar en el Parlamento de Vitoria, contrasta con el consenso básico de las principales fuerzas catalanas en torno al principio autonómico.La prueba máxima del éxito del nacionalismo es que la idea del autogobierno ha pasado de ser una reivindicación exclusiva suya a convertirse en principio compartido por el conjunto de los partidos y ciudadanos. Pero ello se ha manifestado de manera diferente en Cataluña y en Euskadi. El nacionalismo catalán ha tendido a dar más importancia a las instituciones que a los partidos y a la política que a la ideología. Ha contribuido a legitimar las instituciones españolas y ha utilizado las catalanas como cauce de integración del pluralismo social. Aunque no siempre ha considerado los efectos de sus desmarques para la estabilidad del Estado autonómico, en general han antepuesto la convivencia (y el consenso) a sus reivindicaciones particulares. El resultado ha sido una sociedad más integrada. Así se ha puesto de manifiesto en las recientes elecciones, pese a la fuerte polarización.
Para el nacionalismo vasco mayoritario, en cambio, ha contado más el partido que las instituciones y el líder que el lehendakari. Durante 70 años, el PNV ha desarrollado una política autonomista, aunque sin renegar expresamente de los principios aranistas. Desde hace años se le pedía que adaptase su ideología a la política que realmente desplegaba, para evitar el aprovechamiento que de esa ambigüedad hacía ETA. Tras la firma del Pacto de Lizarra, sin embargo, lo que ha hecho es adaptar su política a esa ideología, que era el único punto en común con los radicales.
Esta regresión al aranismo primitivo y el abandono de señas tan arraigadas como la presencia en la Internacional Democristiana se han producido sin un verdadero debate, a impulso de corazonadas de unas pocas personas seguidas por movimientos desordenados de huida hacia adelante de todo el partido. La negación de divergencias y las advertencias contra las escasas voces discrepantes, conminadas a expresar sus desacuerdos en el seno de sus agrupaciones, constituyen una invitación al silencio o la ruptura.
La sociedad no está por el momento tan dividida como las fuerzas políticas entre sí, pero será inevitable que lo esté si prospera la dinámica de impugnación frontal de la autonomía planteada el viernes por Egibar en el Parlamento. Su mensaje constituye una reinterpretación radical del Estatuto de Gernika. Ya no sería un pacto entre los vascos y el conjunto de España, sino una "carta otorgada". Tampoco es ya la vía por la que el PNV se reincorpora al consenso constitucional, sino el fruto de la "imposición". Y se trata de un proyecto divisor de Euskal Herria, cuando hasta hace poco se admitía que constituía la base para la existencia, por primera vez en la historia, de instituciones comunes para las tres provincias vascas.
El estatuto es además un acuerdo entre vascos. Romperlo en nombre de un inconcreto soberanismo es aventurero: huir hacia adelante. Sin embargo, no es seguro que sea una buena idea intentar detener esa fuga a base de lanzar órdagos al PNV, como el de hacerle pronunciarse sobre la validez del estatuto en un Parlamento en el que los nacionalistas tienen la mayoría.
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