El bronce del dictador
Un día le dijeron sus editores de siempre a Günter Grass, el premio Nobel de Literatura que hoy cumple en Francfort 72 años, que no podían imprimir sus grabados porque ellos sólo hacían literatura, y él les dijo: "Pero si son también mi literatura". No hubo manera; y entonces encontró a un joven impresor y editor de Göttingen, cerca de Hannover, una ciudad de 130.000 habitantes en el verdadero centro geométrico de Europa; se llamaba, y se llama, Gerd Steidl y tenía entonces, en 1986, poco más de 30 años. A él le confió sus grabados y le confiaría enseguida toda su obra literaria, hasta hoy. Un editor norteamericano le dijo un día a Grass: "¿Cómo vamos a confiar en ese chico, si ni siquiera ha estudiado?". "Yo tampoco terminé mi escuela", le contestó Grass, "así que a lo mejor tampoco tendrían ustedes que publicar mis libros".Gerd Steidl tiene ahora 47 años y su empresa celebra los 30 años, siempre con él al frente. Como tenía sólo 17 cuando empezó, tuvo que simular 18 años en los papeles. Les cuento su última aventura, que no es la más especial: se dio cuenta de que los alemanes viajan muchísimo a Islandia, de vacaciones, y se fijó en la literatura islandesa: la ha convertido en un boom en Alemania y el año próximo prepara tal lanzamiento que ha implicado incluso al presidente alemán en el acontecimiento; habla con entusiasmo de un autor, Gudbergur Bergsson, cuya obra ha publicado en España la editorial Tusquets y que es el jefe de fila de esa nueva pléyade de narradores islandeses que fascinan a los germanos.
No sólo hace libros de ficción, y de éstos sólo imprime 20 al año; su oficio es la impresión; trabaja ahora con 20 personas en un taller magnífico, de varios pisos, que se parece al cuarto repetido de Gutenberg; viste con un mono blanco, dice él que como un dentista, y durante cada uno de estos últimos años ha ganado un premio de oro a la impresión de libros en Alemania.
Lleva siempre dos bolígrafos en la camisa y uno en la oreja, como un carpintero. Le comprarán la empresa un día; "no", dice él, "seguiré siendo así: lo pequeño es fabuloso". Ahora uno de sus orgullos es tener en el mercado toda la obra reeditada de Grass, y un objeto singular: una caja de regalo que contiene los 22 discos compactos en los que el escritor ha grabado con su voz, durante 12 días, la lectura completa de El tambor de hojalata.
Veintidós horas. Y, claro, está feliz porque de la última novela de Günter Grass, Mi siglo, lleva ya vendidos 220.000 ejemplares, y salió en junio. El ritmo actual de venta es 5.000 al día. Y el ritmo del propio Steidl no es distinto: lleva el reloj siete minutos adelantados. ¿Por qué? En 1986 estuvo en el congreso de los socialdemócratas alemanes, a los que tiene fidelidad, y fue a las siete de la mañana antes de una de las sesiones; se encontró allí a Vogel, el líder de entonces. No había nadie más. Se quejó Vogel: "Siempre se retrasan". ¿Y usted por qué no se retrasa?, preguntó Steidl. Vogel le dijo que tenía adelantado el reloj siete minutos: uno se acuerda de que lo tiene cinco minutos por delante, pero es incapaz de retener que son siete minutos con los que se engaña. Desde entonces Steidl tiene el reloj con siete minutos de adelanto.
Pero a Steidl, de gafas menudas, nervioso y juvenil, le distingue, además, un carácter emprendedor y excéntrico que tiene su mejor reflejo en una anécdota que es a primera vista increíble. Estaba, a principios de los años noventa, en Albania, caído ya el régimen comunista de Enver Hoxha, y se fijó allí en la escultura de bronce del dictador que le ofrecían para su venta unos ladrones. Estaba con un amigo y entre los dos decidieron que ese bronce le venía muy bien a Göttingen, pagó 2.500 dólares por la estatua, que sacó clandestinamente a través de la frontera yugoslava. Y como quiera que en Göttingen sólo había esculturas públicas de científicos, decidieron convertir aquel bronce mayúsculo en una escultura mínima, que reprodujera el cuerpo asimismo escaso de uno de los grandes personajes de esta población alemana, el filósofo Lichtenberg, a quien ustedes conocerán, mayormente, por su espléndida manía de convertirlo todo en aforismo. Y Steidl y su amigo convirtieron a Hoxha en un aforismo en bronce de Lichtenberg.
Nosotros vimos esa estatua en Göttingen, pero poca gente sabe el origen del bronce que la anima. Los niños la abrazan, porque es como ellos, y ya resulta un emblema de la ciudad.
Ahora va Steidl a Oviedo, con Grass, a la recepción del Premio Príncipe de Asturias. Le dijimos que en España hay aún algunas estatuas de Franco. ¿Compraría alguna? Quizá, dijo, "pero para convertirla en una estatua de Günter Grass. Aunque para hacer su cuerpo necesitaría dos bronces de Franco..."
Babelia
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