El aspirante bilingüe
Los ojos de Alberto Fernández Díaz sienten una ligera atracción mutua y parecen buscar siempre el punto de fuga del centro, en este caso reformista. Ninguno de sus rasgos es excesivo, pero en conjunto emanan una impecable normalidad, más propia de un cuñado que de un político. Hace tiempo que la derecha española dejó de fabricar prototipos de físico sanguíneo de latifundista aficionado a la caza y halitosis crónica, y optó por una imagen de moderación.El problema es que ser moderado en Cataluña es, a menudo, una redundancia. Quizá por eso resulta poco verosímil escuchar a Fernández Díaz pedir la derogación de la polémica ley de normalización lingüística o lanzar histriónicas propuestas de bilingüismo simétrico (su última gran propuesta: hablar en castellano en el Parlament). Su estilo, su presencia, incluso su amabilidad chocan frontalmente con la perversa sombra de su predecesor: Alejo Vidal-Quadras. Igual que le ocurrió a Timothy Dalton cuando sustituyó a Sean Connery en el papel de James Bond, uno no logra creerse al nuevo protagonista y sospecha que Fernández Díaz no es lo bastante del PP para ser del PP. La oratoria, el sarcasmo, la tendencia a convertir cada debate en un duelo de elegante espadachín convirtieron a Vidal-Quadras en el gran secundario de una vida política baja en calorías. Si a eso le añadimos un rostro de villano y una sonrisa draculina que para sí quisieran algunos directores de banco con mala leche, es fácil adivinar que, a pesar de ser el candidato más joven de cuantos se presentan, Alberto Fernández Díaz lo tendrá difícil para repetir los resultados de su demonizado antecesor (con Vidal-Quadras como cabeza de cartel, el PP obtuvo 421.752 votos en 1995).
Él, sin embargo, lo intenta. Vende tenacidad y buenas maneras allí donde otros abusaron del fuego de la confrontación lingüística; pero, a pesar de su constancia, parece demasiado buen chico para administrar una complicada bolsa de votos en la que, sin saberlo, conviven privilegios económicos, pánico a perder la españolidad en su versión más genuinamente catalana y lícitas vocaciones de modernez neoliberal. A pesar de su juventud -nació en diciembre de 1961-, Alberto Fernández Díaz lleva mucho tiempo metido en política.
Empezó al cumplir la mayoría de edad. Le bautizaron en Alianza Popular, le confirmaron en Nuevas Generaciones y le santificaron con una larga travesía en la que tuvo que compatibilizar los cargos municipales con una tumultuosa actividad de partido (entendiendo por actividad de partido controlar, apagar y reactivar incendios e inundaciones varias). La dificultad de dar identidad a un partido que se presenta como alternativa a Convergència i Unió -la misma coalición junto con la cual gobierna en España- ha limitado las posibilidades de sus índices de audiencia (un 13% del share hasta ahora). Tal vez ésa sea la causa por la que Fernández Díaz se ha concentrado en la defensa del bilingüismo compulsivo, criticando sistemáticamente la política de Pujol al respecto y reclamando el derecho a ser catalán en castellano y a que un barcelonés con un apellido terminado en ez pueda llegar a ser presidente. Para ello, practica una contundencia dialéctica correosa, incómoda, tras la que, a veces, subyacen ramalazos autoritarios maquillados por el cambio de imagen de un partido que lleva tiempo preparándose para ponerse a disposición del ministro Piqué.
Tener ocho hermanos y que uno de ellos se dedique a la política -el secretario de Estado Jorge Fernández Díaz, ex candidato a la presidencia de la Generalitat por el PP, es una persona muy respetada en Cataluña, sobre todo desde que se marchó a Madrid-, ser seguidor del RCD Espanyol y, al igual que Enric Lacalle, circular en motocicleta (en los momentos más álgidos de su carrera de político humorista, Lacalle definió Barcelona como Bachelona, en referencia al estado del pavimento; Fernández Díaz recogió el testigo cedido por su impagable maestro y amigo al diagnosticar que la capital catalana sufre de -¡ay, que me da la risa!- Clostrofobia), vivir en la zona alta de la ciudad y ejercer de asesor mercantil en un país con tantas cosas que asesorar mercantilmente, ser hijo de militar y haber estudiado en los jesuitas completan el retrato de un candidato pijo ma non troppo, más cercano a la derecha padel de Aznar que al franquismo unplugged de Álvarez Cascos (por utilizar dos etiquetas que en su día acuñó Guillem Martínez).
Lástima que estas elecciones sean a la presidencia de la Generalitat. Si fueran para decidir quién es el caballero con el que muchos padres y madres sueñan con ver casada a su descarriada hija, Alberto Fernández Díaz ganaría de calle.
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