Las víctimas de la "modernidad" en Pekín
La ciudad que hace 50 años recibió a las fuerzas "liberadoras" contempla hoy cómo se impone con mano férrea un nuevo urbanismo que olvida a los más desfavorecidos.
Han surgido del vientre de Pekín sin dar la voz de aviso. En el plazo de unas pocas semanas han germinado los nuevos edificios, hinchado sus vientres de vidrio y desplegado sus curvas de acero. Un alucinante terremoto arquitectónico acababa de abatirse en Changán-jié, la avenida que corta la plaza de Tiananmen de Este a Oeste. La arteria ya no es más que un juego de espejos, un bulevar de lunas que irrita la pupila a fuerza de reflejar el brillo del sol de otoño. La calle de Wang-fujín, perpendicular, es el epicentro de este destrozo. La calzada se ha convertido en una amplia calle peatonal decorada con fuentes y bordeada de centros comerciales, último lugar en el que se apretujan los pequineses, visiblemente henchidos de orgullo ante la aparición de tal modernidad. La gente acude en familia. Se toma una fotografía con ansia en el nuevo decorado. Pocos prestan atención al discriminatorio cartel que preside la entrada del lugar -"Se prohíbe el acceso a toda persona mal vestida"-, ya que todo el mundo está ataviado convenientemente en este paraíso de las nuevas clases medias. No hace falta echar a los campesinos desaliñados. Desde hace unas cuantas semanas ya, los indeseables no se aventuran en un Pekín vigilado por policías nerviosos que multiplican los controles de identidad.Hace 50 años, las columnas de gente del campo que entraron en la capital fueron mejor recibidas. Es cierto que estaban armadas. Pero la población, exangüe tras cuatro años de guerra civil, las acogió con curiosidad, con alivio incluso, ya que el conflicto por fin iba a concluir. Así pues, la gente se amontonó en las aceras para descubrir a esos extraños soldados-campesinos vestidos de amarillo mostaza. Era el 31 de enero de 1949. Acudiendo en tropel desde las mesetas de limo de la China del Norte, los vencedores tomaron posesión de la ciudad, con el rostro austero, el paso disciplinado, acarreando su botín de guerra, blindados japoneses y estadounidenses. Apenas hubo combates: los jefes del Kuomintang huyeron unos días antes. Pekín fue "liberado", pero hubo que esperar ocho meses más, ese célebre 1 de octubre, para que Mao proclamase desde lo alto de la puerta de Tienanmen: "El pueblo chino se ha levantado".
Zhu Jingtong conoce la historia. Hijo de un comunista clandestino, fue acunado con ella desde su más tierna edad. Su padre era uno de esos soldados que prepararon la entrada de los Rojos en la ciudad. El día de la "liberación", salieron a plena luz para orquestar el recibimiento de la muchedumbre a la que se distribuyeron banderas rojas ya listas. Zhu Jingtong conoce la historia, pero hoy no tiene ningunas ganas de contarla. Pasado el 1 de octubre, será expulsado de su domicilio, él y su familia, echado por los tractores oruga. Es una de las víctimas de la gran cirugía urbana de la que Pekín es la carne.
Mudanza forzosa
Su barrio será arrasado ya que tiene la mala fortuna de encontrarse en el área, al oeste del palacio del pueblo, donde el poder quiere edificar el futuro teatro de la ópera de la capital. Las manzanas de hutong (callejuelas) son un importante lugar del Pekín tradicional, conjunto de casas, desde luego, en ocasiones miserables, desprovistas de toda comodidad, pero ricas en vida comunitaria. La memoria de Pekín está inscrita allí, en ese dédalo donde aún uno puede cruzarse con viejos vestidos con tela azul y llevando su jaula de pájaros. Tras las puertas de madera, la gente habla en pequeños patios a la sombra de granados llenos de bulbos rojos. Uno se creería en un pueblo de una lejana campiña pero estamos en plena capital, entre el cielo y las tejas, a un centenar de metros de la plaza de Tiananmen y de la Ciudad Prohibida, allí donde el tumulto de la historia china ha gruñido tantas veces. "Es un crimen destruir todo este patrimonio", se lamenta Zhu Jingtong. Un día, unos técnicos vinieron armados con herramientas de medición. "Es para destruir el barrio" dijeron a los habitantes alucinados. Nadie les había informado. Luego fue el turno de los agentes inmobiliarios. Los vendedores de hormigón visitaron cada casa y dejaron fajos de papel glasé que glorificaban unas residencias de ensueño, llenas de verde, por supuesto. La masa de expulsados a realojar es un mercado pujante. Zhu Jingtong casi se divierte exhibiendo la maqueta florida de una ciudad tipo viviendas de protección oficial bautizada "Nostalgia del Sur". No puede comprar nada con la indemnización ofrecida por el Gobierno y prefiere sonreir. Ex jardinero municipal, despedido, no percibe ningún dinero. La familia sólo vive con la escasa pensión de su madre, profesora jubilada. Otros habitantes del barrio, un poco más afortunados, no se quejan demasiado de esta mudanza forzosa que les proporciona la ocasión ideal de volver a alojarse en unos apartamentos bien equipados. ¡Por fin la modernidad! El regateo sobre la indemnización puede resultar incluso muy beneficioso para algunos. Pero la mayoría de los residentes, como Zhu Jingtong, ven muy bien el espejismo que les tienden. Esos barrios de las afueras, alejados de las escuelas, de los hospitales o de las oficinas, les obligarán a realizar agotadores trayectos en autobús o en bicicleta. De todos modos, esa periferia es inalcanzable para el ex jardinero. Deberá batirse en retirada más lejos, a una aldea situada a 70 kilómetros de la capital. "Es como si me pidieran exilarme en un país extranjero". Está rojo de ira, sobre todo cuando descubre los chanchullos que acompañan a la operación, como ese policía del barrio que será realojado, aunque no es un habitante del lugar. Pero, ¿qué se puede hacer? "La gente no está satisfecha, pero no pueden expresar su descontento. Tienen demasiado miedo a la represión".Ya durante el desastre del Kuomintang de enero de 1949, estos lugares cargados de historia fueron ultrajados. Los terrenos de aviación de la periferia habían caído en manos de los comunistas y los fugitivos trazaron a toda prisa una pista improvisada en el mismo patio de los jardines del Templo del Cielo. Unos pinos fueron destruidos con dinamita. Una vieja historia. Desde entonces, se han replantado coníferas y el Templo del Cielo es hoy un remanso de paz, islote de verdura en un Pekín rodeado de vidrio azul ahumado. El domingo temprano, holgazanear en medio de las parejas que bailan el vals, de los jugadores de mah-jong o de cantantes de ópera improvisados, sigue conservando un placer intacto. Así, los parques son el último santuario de una cultura popular expulsada de las hutong (callejuelas), pero un santuario estrechamente vigilado.
Un viejo, ágil como un títere, alza una pierna y la levanta en sentido vertical a lo largo del un tronco de árbol. Le preguntamos si se dedica a realizar lian gong (ejercicios). "No, me divierto", responde de inmediato, casi temeroso. Porque el uso de la palabra lian gong empieza a ser sospechoso en China. Provoca inquietud de forma instantánea. Enseguida pensamos en el movimiento místico Falún Gong que, tras haberse manifestado de forma pacífica en abril en Pekín ante la sede del poder, es el objetivo de una implacable caza de brujas.
Jubilados sin rumbo
Precisamente, Falún Gong hizo de los jardines del templo del Cielo uno de sus lugares predilectos en Pekín. Mezclando filiaciones budistas y taoístas, la secta profesaba técnicas de ejercicios respiratorios, una higiene de vida, un rigor moral y un mesianismo redentor que la hicieron acreedora de un éxito repentino entre la masa de jubilados que estaban sin rumbo a causa de la reforma pero también entre algunos núcleos de jóvenes intelectuales de las mejores universidades. Estructurada como una organización clandestina, el movimiento se introdujo incluso dentro del partido, del ejército y de la administración. La violencia de la reacción del régimen fue similar a su estupor al descubrir la profundidad de las ramificaciones de este otro poder, que virtualmente le hacía la competencia.Desde entonces, la propaganda advierte ruidosamente contra los peligros de un despertar de las supersticiones. China entera vive en la hora de un rearme ideológico. La época (fue en los años ochenta) en que las autoridades toleraban el renacimiento de las tradiciones populares, reprimidas bajo el maoísmo, parece haber terminado. Las múltiples asociaciones de qi gong (trabajo del soplo) que proliferaron entonces están hoy a la defensiva. Cada día, la prensa se llena de pesados elogios del "materialismo", del "ateísmo" y de la "ciencia". El mensaje está escrito hasta en la decoración floral con que se han engalanado las calles de la capital.
Unos bosquecillos tallados surgen de las bolas de acero en forma de globo terrestre o de núcleo de átomo con una aureola de electrones. He Xuejín es una asidua del Templo del Cielo. La escuela de párvulos que dirige está situada justo al lado. Llegamos tras tomar una hutong muy animada a esta hora de salida de las clases. Unos colegiales, con un pañuelo rojo en el cuello, se lanzan sobre los puestos de chucherías: se marchan mordiendo una manzana de caramelo. He Xuejín está muy orgullosa de su escuela. El lugar es muy agradable: toboganes bajo los sauces llorones, muros tapizados con la silueta de Bambi.
He Xuejín no habla ni de los tractores oruga ni de Falún Gong. No se queja. Más bien parece realizada. Es una modesta funcionaria sin historia, digamos sin historia pública. Su única preocupación es su historia privada. Está divorciada desde hace un año. Prefirió romper el vínculo conyugal, arriesgarse a la soledad, en vez de aceptar ver debilitarse su relación. Su caso no es raro. Es incluso cada vez más frecuente. De creer a los expertos, la tasa de divorcios se ha disparado en China desde hace 20 años, al pasar del 3,5 al 12%. En las grande ciudades, como Pekín o Shanghai, la proporción alcanza extremos: una de cada cuatro parejas.
Los matrimonios de la era Mao, bendecidos por la "unidad de trabajo", no han resistido mucho tiempo los efectos disolventes de la reforma económica: enorme crecimiento de las aventuras adúlteras entre los nuevos ricos, emancipación de las mujeres tituladas en los grandes centros urbanos, debilitamiento de la pareja debido a los despidos. He Xuejín sabe bastante del tema. Desde su divorcio, a menudo le preguntan por amigos en apuros. La consultan. "Nuestra época de transición crea una inestabilidad que perturba a las parejas", afirma. "A menudo ocurre que un hombre víctima de un despido no lucha lo suficiente, permanece demasiado pasivo. Su mujer no lo soporta". La aptitud al combate, la capacidad de recuperarse: ésa es la cualidad que las mujeres chinas esperan cada vez más de sus hombres. Más que el grosor de la cartera, esa virtud casi es percibida como la mejor póliza de seguros contra los golpes del destino. Mientras que no encuentre ese perfil, He Xuejín preferirá permanecer sola. "Mis amigos no paran de presentarme hombres", dice divertida. "Pero los rechazo a todos". De este modo se resigna, sin problemas, a educar sola a su hijo, de 10 años de edad, al que concede bastantes caprichos. El chaval es un loco de la biología animal. Llena el apartamento con peceras donde se agitan peces, gambas y tortugas. He Xuejín acepta vivir en este curioso acuario ya que no quiere contrariar la pasión de su querubín.
Y vamos ya a Shanghai, laboratorio sociológico de la China incipiente. Descodificar la mutación de la que la ciudad es el teatro es barruntar el futuro, el futuro urbano en todo caso, ya que el campo es otro mundo. Un gran desafío preocupa ya a las autoridades municipales: el envejecimiento de la población, que planteará inextricables problemas de financiación de las jubilaciones. La tercera edad tiene un peso creciente ya que la esperanza de vida aumenta, fruto del enriquecimiento del país, pese a que la natalidad cae. La política coercitiva del hijo único no es la única causa. Es el deseo mismo de tener un niño lo que decae en Shanghai. Las jóvenes tienen otros sueños.
Wu Ming tiene 32 años. Nos recibe en su elegante apartamento en una torre que domina las luces de Shanghai. En la pared está colgado un cuadro de vanguardia. El pincel del artista ha dibujado el perfil de Mao y le ha pegado un billete de banco en lugar de la frente. Con pendientes y falda de seda roja, Wu Ming acaba de salir de un cóctel que ha reunido a todo Shanghai en un hotel internacional. La vida mundana no es sólo un placer, es casi una obligación profesional.
Wu Ming es directiva de una empresa de Singapur de importación y exportación. Está encargada del sector de vinos y champán. Ocuparse de los negocios es algo que siempre le ha gustado. Es incluso una vieja tradición en su familia, que fue próspera antes de 1949. El abuelo vendía antigüedades antes de huir a Hong Kong, un exilio capitalista que le valió muchos problemas durante la Revolución Cultural a la familia que se quedó en Shanghai. Pero todo esto es ahora el pasado. El caso de Wu Ming es sintómatico de la rehabilitación de la antigua burguesía de Shanghai que se escondió bajo el maoísmo. El ayuntamiento necesita hoy todas las competencias para hacer que la máquina funcione. Y a Wu Ming le gusta eso, una máquina que funciona. "No quiero quedarme tranquila, siempre tengo que estar ocupada". ¿Encuentra tiempo para pensar en otra cosa? ¿El matrimonio? ¿Un hijo? "Veremos más tarde. Por el momento, el trabajo me absorbe". De este modo, un nuevo grupo social ha nacido en Shanghai: las mujeres solteras, unas duras en los negocios que reivindican el derecho a las horas extras sin tener que rendir cuentas a un marido preguntón. Acaban de reunirse en el "club de las solteras". Los fines de semana, salen juntas, al cine, a las galerías de arte o a los bares de vinos donde afinan su paladar.
Estos nuevos yuppies de Shanghai hablan con facilidad de sus estados de ánimo íntimos. Pero la conversación se apaga en general con la política, un tema que da miedo en China. Por fortuna, está Zhang Xiaojia, contable en una firma sinooccidental. Nos encontramos con él en un restaurante del nuevo barrio de Pudong, surtidor de rascacielos surgido en la orilla oriental del río Huangpú, justo en frente del Bund. Este Manhattan de Shanghai brilla, salvo que la cáscara está un poco vacía: la tasa de paro sigue siendo del 60%, lo que no causa muy buen efecto. Al igual que echan a perder el cuadro estos esqueletos grisáceos todavía inacabados, precintados por la crisis asiática. Un buen día habrá que pagar la cuenta de toda una locura de grandezas. Zhang Xiaojia se ríe de tanta imprevisión y se levanta para recibir a una pareja de amigos, directivos de un hotel internacional, con una situación más que desahogada, que hojean USA Today en Internet. Corbata y traje de chaqueta: todo el mundo viste de punta en blanco. Sin mucha fe, nos arriesgamos con una discusión sobre la democracia en China. La pareja de amigos da una respuesta convenida: "China es un gran país, muy poblado, con una gran masa de campesinos analfabetos. Primero hay que desarrollar la economía. Introducir la democracia ahora es arriesgarse a sumir al país en el caos". Ése es el discurso del poder, pero una parte de la población está de acuerdo con él.
Y entonces se produjo el milagro. ¡Por fin una voz discordante, enfadada incluso! Porque Zhang Xiaojia no está de acuerdo. "¿Cómo podemos saber si la democracia nos traerá el caos", pregunta irritado, "si nunca nos han dejado la libertad de intentarlo? Experimentémosla primero y luego veremos". El perfil de Zhang Xiaojia es de un gran interés. Porque no es sólo un demócrata. También es un ardiente patriota. Estaba "muy enfadado" al día siguiente del bombardeo de la embajada china en Belgrado. En su rabia antiestadounidense, juró no volver a beber una Coca Cola o a ir a un McDonald"s. Además le aflige ver a sus compatriotas abalanzarse a las barras de los locales de comida rápida. "Los chinos no son tan patriotas como dicen", suspira. Él se muere por servir a su país, pero está desencantado con este régimen. "No me gusta mucho Estados Unidos, pero al menos los estadounidenses son unos verdaderos patriotas. Los ciudadanos pueden realizarse, se emplean a fondo en su trabajo, a la vez que refuerzan el poder de su país. Pero aquí en China es imposible. Al principio, te mueve la mejor voluntad del mundo pero, muy rápido, chocas con el sistema. En las empresas estatales, no es la nobleza de intenciones lo que cuenta. Es el clan, la sumisión a los jefes que adoran que les adulen, la obediencia pasiva a unas instrucciones. El partido sigue dirigiendo la economía. Y el partido no piensa en la nación, sino en sus propios intereses".
Así es como Zhang Xiaojia el patriota se convirtió en Zhang Xiaojia el demócrata. En esto es en lo que piensa en secreto un contable bajo las torres brillantes de Shanghai, allí donde el Partido Comunista nació y donde intentará no hundirse.
© Le Monde
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.