La memoria y las heridas
En los comienzos del verano un distinguido escritor, un prestigioso columnista y los familiares y amigos de un ilustre filósofo, ya desaparecido, intercambiaban cruzadas opiniones sobre lealtades y deslealtades en los años de la primera posguerra. Al concluir el verano, el Congreso de los Diputados aprobaba, con la oposición -la abstención- del partido gobernante, una proposición no de ley que condenaba "el golpe fascista militar contra la legalidad republicana". Era la primera vez que el máximo órgano de la democracia española se pronunciaba en estos términos.Preguntado por lo sucedido, un destacado sindicalista respondió que la proposición del Congreso le parecía bien, si bien afirmaba que no entendía el porqué de su formulación en este momento. Tal actitud es más iluminadora de lo que parece: más allá de la imprecisión de unas declaraciones improvisadas, remite a un fondo colectivo de irresponsabilidad nutrida por esa voluntad de olvido de nuestra historia inmediata que ha regido la vida española en los últimos veintitrés años. El distinguido escritor, por su parte, trataba de ir contra aquella voluntad de amnesia en lo que se refería a las primeras consecuencias de la guerra civil y era, en su actitud, paralelamente congruente con la decisión del Congreso de ponerle, sesenta años después, letra oficial a lo ocurrido.
Dado el peculiar proceso de nuestra rehabilitación democrática no hay que sorprenderse de que esta declaración oficial se haya producido tan tardíamente. Tampoco cabe sorprenderse, ejercicios dialécticos aparte, de la actitud del partido gobernante, consecuente en su posición con su memoria histórica, y que, por lo demás, ilumina, siquiera sea oblicuamente, el proceso español, en el que se ha vestido como reconciliación lo que fue, ante todo y sobre todo, un pacto político para asentar el nuevo -o reformado- sistema sobre la exclusión del guerracivilismo. Nada que ver en cualquier caso con los salvíficos abrazos aquellos de un famoso cuadro de la época. Uno de los diputados que promovieron la proposición señaló que no era el rencor lo que le impulsaba, sino la necesidad de aprobar una declaración de alto valor simbólico, pues "las democracias -dijo- no pueden asentar sus pilares sobre el olvido". Este es el eje de la cuestión. La larguísima duración de la dictadura y los veintitantos años transcurridos desde su fin han desembocado en una situación de desmemoria bastante acusada. "Envejecer, morir/es el único argumento de la obra", dijo el poeta; al aducir estos versos, uno quiere significar que el tiempo pasa su rastrillo implacable sobre todo, absolutamente sobre todo, y que los fervores y los dolores, aun los más intensos, acaban también por diluirse. "La vida baja como un turbio río", cantó otro poeta; baja el río, sí, y sus aguas, más que salpicarnos, nos mojan, y a veces hasta llegan a empaparnos, lo queramos o no.
Pero, pese a ello, es inevitable que de cuando en cuando no se cumpla la ley del rastrillo, si puede expresarse así, y haya quienes reclamen más atención a la memoria histórica, pues no confunden el olvido con el perdón. Hace sólo unos meses la hija de un militar republicano fusilado por los nacionales exigía en este periódico la rehabilitación de la memoria de su padre. Y le asistía la razón, pero no la razón del Estado español posfranquista, que en el debate septembrino del Congreso de los Diputados manifestaba abiertamente sus contradicciones, esas contradicciones que están en la base de nuestro entramado institucional. Sucede, sin embargo, que más allá de las formulaciones jurídicas es evidente que a los pueblos no se les puede dar una pócima de cuento de hadas. Y, por eso, el distinguido escritor se manifestaba como se manifestaba, e incluso la mayoría de los grupos políticos, enmendando, velis nolis, aunque fuera con la boca pequeña, su actuación política de más de dos lustros, se atrevían a formular una declaración de esa índole, que en efecto nos ha sorprendido a todos, y no sólo al líder sindicalista, porque, de atenernos a la estricta literalidad de su texto la Constitución del 78 no hubiera podido ser promulgada.
Remover la posguerra es asunto mucho más delicado, y ya es decir. A la España vencida no se le concedió otra disyuntiva que la del paredón (y la proscripción y la cárcel) o el consentimiento, más o menos explícito, ante la situación. La guerra continuó, con los guerreros sólo de una parte, durante muchos, infinitos años. Nadie tiene madera de héroe, ni es tampoco exigible que la tenga. Se vieron muchos disfraces entonces y se volvió a verlos durante la bastante más amable transición, disfraces esta vez de baile de carnaval, y como tales muy abigarrados y coloridos; pero también pudieron verse en el decurso de los años cambios que eran sinceros y no carnavalescos. Ni todos fueron héroes, ni todos fueron viles.
No deja de ser un fenómeno curioso el que se está produciendo en los últimos tiempos: fascistas de toda la vida les echan en cara a quienes han sido consecuentes durante decenios con sus ideas la existencia en su trayectoria de tal o cual episodio efímero y circunstancial de los tiempos más inclementes. (Ninguna relación guarda con esta gentecilla el escritor aludido, cuyas motivaciones son bien distintas, quede muy claro).Y hay más todavía: fascistas y fascistillas de siempre les inventan episodios fascistoides a quienes tuvieron la suerte de salir indemnes del fango, como si todos tuviéramos que haber sido ladrones, o al menos eso creen los tales, que convierten ahora en acusación lo que para ellos ha sido durante toda su vida causa de legítima satisfacción personal.
El ejercicio de la memoria es negocio arduo porque inevitablemente abre las heridas, y las heridas siempre duelen, aunque cada vez duelan menos ("La vida baja..."). Pero no practicarlo resulta deshonesto, pues los derechos humanos también se defienden mirando hacia atrás. La mirada retrospectiva no engendra sólo estatuas de sal ni conduce siempre al infierno. Y si a lo mejor no salva, al menos purifica. Ya es bastante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.