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Tribuna
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Seis películas y media

No hay nada insensato en cumplir el dicho de que cada loco ande siempre a vueltas con su tema. Si los hechos son tercos, si se repiten hasta la insensatez, lo sensato es responderlos una vez y otra. La reiteración gozó del prestigio de la retórica noble en las épocas en que las palabras todavía transformaban las cosas. Ahora ya no las mueven, pero hay que seguir hablando como si lo hicieran. La inutilidad de la sublevación la hace más necesaria.Hace 15 días llené este mismo hueco con un elogio a los que hacen vigente el empeño milenario de la conversión del barro en oro, el sueño alquímico medieval. En el cine y su industria, que es el tema de este loco, hay cada vez más milagreros de esta especie, que están consiguiendo hacer películas que se ven en todo el mundo con tan poco dinero, que abren por fin las puertas de este arte a la democracia, de modo que comienza a ser cada vez más frecuente encontrar películas hechas por cualquier ciudadano que sabe hacerlas, casi como el pintor pinta su cuadro y el novelista escribe su relato. Hace unos días, en el festival de San Sebastián, el cineasta británico Mike Figgis, ciudadano de Hollywood, comentó en público este giro revolucionario y dijo que lo que preludia le da miedo, le produce vértigo.

Sospecho que Figgis anda flojo de memoria, porque ese vuelco revolucionario no es tan nuevo como parece. ¿Ha olvidado que Josef von Sternberg, después de ser destronado en Hollywood, hizo hace medio siglo La saga de Anatahan, su última película y tal vez la mejor, con una cámara que construyó con sus propias manos, una docena de intérpretes japoneses sin nombre ni paga, y reproduciendo un rincón de la selva tropical en la nave de una fábrica abandonada? ¿Y ha olvidado que no es éste el único caso, sino que desde hace décadas hay un goteo de películas excelentes elaboradas de manera parecida?

Parece más razonable que el vértigo provenga de lo contrario, de las enormes inversiones que se concentran en la producción de una sola película. Y no hablo de casos extremosos, como Titanic y parentela, sino de abundantes películas de la industria estadounidense y de su sombra europea papanatas. Nada hay que objetar a que se hagan estas carísimas películas, a condición de que estén realizadas con solvencia; y, en estos territorios, la solvencia no consiste en cubrir gastos o en afanar ganancias que hagan sonreír al bolsillo de cuatro individuos depredadores despiertos, que dan un mordisco de inutilidad al dineral que se gastan, que sólo es moralmente lícito cuando devuelve su valor multiplicado al esfuerzo humano colectivo de donde procede todo dinero.

Viene esto a cuento de que fui testigo de un desafío que se hizo anteayer en San Sebastián a propósito de la película española Volavérunt, que ha costado nada menos que 1.200 millones de pesetas, a los que hay que añadir lo que haya necesitado desembolsarse para su promoción, que suele ser mucho. El desafiador dijo: "Te apuesto lo que quieras a que esta película ha costado el doble de pasta que estas seis y media juntas, todas de este año". Sacó del bolsillo un papelito y leyó: "Rosetta, Palma de Oro en Cannes; Ni uno menos, León de Oro en Venecia; El viento nos llevará, Gran Premio en Venecia; El baño, Concha de Plata en San Sebastián; Solas, Premio del Público en Berlín; Mifune, Oso de Plata en Berlín, y Diecisiete años, León de Plata en Venecia". Total, siete películas. No dijo cuál de ellas era la media. Y añadió: "Y me apuesto otro tanto a que los 1.200 millones más los de promoción de Volavérunt producen seis veces y media menos ganancia que los 600 millones escasos que costaron esas seis películas y media".

La apuesta se dirigía a mí. Yo no entiendo de números, no la acepté.

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