Las virtudes de la tragedia
La catástrofe de los terremotos puede servir de catalizador para acercar las relaciones entre Ankara y Atenas
"Los turcos, son los turcos. Han salvado al niño". Toda Grecia tiene grabada la imagen de cómo, ante las cámaras de televisión, un grupo de salvamento, llegado de Turquía a las pocas horas de producirse el terremoto en Atenas el pasado 7 de septiembre, rescataba vivo bajo toneladas de hormigón a un niño griego. La emoción general y la voz entrecortada y conmovida de la locutora eran lógicas ante aquella inesperada imagen del niño con vida cuando todo hacía pensar que estaría muerto.Pero había algo más que emoción en aquella frase "son los turcos, son los turcos", que repetía la locutora, dejando vibrar en ella una sensación de estar haciendo una revelación paradójica. ¿Por qué? Sobre todo porque los turcos en la historia moderna oficial griega no salvan a niños griegos sino que se los comen o por lo menos los secuestran. Para la Grecia moderna surgida del ya muy debilitado imperio otomano del siglo XIX, los turcos han sido el enemigo mortal cuyas desgracias eran alegrías propias y viceversa. El Estado griego se creó y creció siempre contra la Turquía otomana, aquel "hombre enfermo de Europa" como lo calificó el zar Nicolás I en 1853. Grecia estuvo siempre desde entonces en el lado de los vencedores. Con una excepción traumática aún hoy para Atenas, que fue el gravísimo error de la invasión de Asia Menor.
El error no fue sólo griego. Todos los aliados vencedores en la Primera Guerra Mundial estaban convencidos de que la decadencia del Estado otomano les daba una magnífica oportunidad para repartirse Turquía. El objetivo era hacer desaparecer al Estado turco y dejarle una mínima región pobre y sin viabilidad, una reserva en su propia tierra. Todos los aliados estaban de acuerdo pero ninguno quería embarcarse en una nueva campaña militar después de la terrible Gran Guerra. Salvo Atenas, en pleno fervor nacionalista, dispuesta a todo para imponer la idea de la Gran Grecia y dirigida por un primer ministro, Eleuterios Venizelos, un brillante estadista que no supo ver que iba a enfrentarse muy pronto, no con la decadente cúpula de la monarquía otomana, sino con uno de los grandes líderes políticos y militares que ha dado este siglo, Mustafa Kemal, después conocido en todo el mundo por el sobrenombre de Atatürk, el padre de los turcos.
Los griegos invadieron Turquía en 1920. Tres años y muchos muertos después la abandonaban derrotados por un Ejército dirigido por aquel nuevo líder decidido a crear un Estado turco fuerte, republicano y laico, con vocación de modernidad europea y dirigido de forma tan autoritaria como lo eran por entonces muchos países europeos.
De aquel fracaso surge la hostilidad de la historia griega moderna contra Turquía. De ella se han nutrido siempre los políticos griegos cuando han querido hacer patria o recurrir al enemigo exterior para ocultar sus fracasos o corruptelas. Pese a su derrota en Asia Menor, los tratados posteriores, especialmente el de Lausanne de 1923, otorgaban a Grecia (gracias a la habilidad de Venizelos y al padrinazgo de los aliados, especialmente Londres) unas condiciones tan favorables que reconvertían su derrota en una victoria diplomática. Por eso Grecia tiene la soberanía sobre un sinfín de islas que están a tiro de piedra de la costa turca. Y por eso los problemas de aguas territoriales y espacio aéreo son aún un conflicto abierto. Como decía hace unos días en Atenas Giorgios de Lastic, uno de los más brillantes analistas griegos, "nuestras relaciones fueron dictadas estando Grecia con los vencedores y Turquía con los perdedores. Por eso no es sino lógico que ésta buscara después un cambio del statu quo y Grecia se aferrara al mismo".
Y después sucedió aquello de Chipre, un caso más de la escalada de conflictos que la descolonización trajo consigo. El Sultán en Estambul, debilitado y en guerra con Rusia, le había cedidio la isla a Londres a cambio de apoyo en su lucha contra Moscú. Nada más llegar los británicos, que los griegos siempre consideraron su principal aliado, se alzaron las primeras voces a favor de la Enósis, de la unión de Chipre, con tres cuartas partes de su población griega, con Grecia. Pero inicialmente eran voces del nacionalismo griego más o menos académico.
Mientras los británicos fueron los dueños, la mayoría griega y la minoría turca convivieron sin mezclarse y con creciente tensión debido a la presión integracionista del nacionalismo griego, que acabó recurriendo al terrorismo. Pronto habría de agravarse la situación con la independencia. Ésta establecía en el acuerdo de Zúrich entre Grecia y Turquía en 1959 que el país se mantendría independiente sin vínculos especiales con otro Estado y representaciones proporcionales de ambas comunidades. El presidente habría de ser el arzobispo Makarios y el viepresidente el líder de la comunidad turca.
Sin embargo, los acontecimientos en Grecia iban a suponer una nueva amenaza para aquel frágil acuerdo. En 1967 toma el poder una junta militar en Atenas, y el discurso anexionista en Grecia y entre los grecochipriotas se intensifica. Makarios, en un principio defensor de esta unidad, pasa a defender la independencia y por tanto será un traidor para los combatientes a favor de la Enósis, de la integración en Grecia. Y el 15 de julio de 1974, la Guardia Nacional, dominada por nacionalistas griegos, da un golpe de Estado y depone a Makarios. La integración en Grecia a la que se oponían tanto los acuerdos de Zúrich como la constitución y la minoría turca era el objetivo. Cinco días más tarde, el Ejército turco desembarca en el norte del país. Y allí siguen un cuarto de siglo después.
En esta breve historia está la clave de una tensión continua entre dos Estados, Grecia y Turquía, que en realidad tienen más intereses comunes que enfrentados. Ahora, la común emoción ante las tragedias comunes puede convertirse en el catalizador que las libere del terrible lastre del pasado. "Los turcos, son los turcos, han salvado al niño" es una frase que se ha instalado en la conciencia popular griega en estos días. Al igual que los turcos en la devastada región de Izmit no dejan de repetirle al forastero que "nuestro Estado no había hecho nada aún y ya estaban aquí los griegos ayudándonos. Nunca lo olvidaremos".
El Estado turco ha alimentado durante décadas la leyenda de que los turcos no tienen otros amigos que a sí mismos y por eso deben alinearse incondicionalmente con ese Estado paternal que los protege de las perversas intenciones del exterior. Ese mito nacionalista ha quedado neutralizado, probablemente de forma definitiva, si Europa actúa con sabiduría. Como también ha quedado en desuso en Grecia la constante agitación nacionalista en contra de Turquía.
El clima es por tanto el ideal para que los políticos de ambos países tengan el coraje y el patriotismo de osar soluciones que pongan fin a esta larga historia de desencuentros.
Atenas parece decidida a dejar de ser el francotirador en la UE. Porque quiere entrar en el club del euro, porque tiene una dirección política decidida a hacer de Grecia un país que cuente no sólo con fondos estructurales sino también con el respeto político de sus socios europeos y porque la propia sociedad griega ya no responde a mensajes primarios con la alegría con que lo hacía bajo Papandreu padre o Mitsotakis. Kosta Simitis y su ministro de Asuntos Exteriores, Giorgio Papandreu, tienen otra calidad política.
Y en Ankara, la transición ha empezado en serio en el terreno político y en el económico. Ganada la batalla contra el terrorismo kurdo, parcialmente desactivada la amenaza islamista radical, nunca ha estado más expedito el camino hacia el Estado de derecho que esa democracia no ha logrado aún completar. En ambos países hay enemigos de este proceso. Pero la tragedia de los terremotos ha abierto los ojos a muchos. La reconciliación en la tragedia es una oportunidad histórica. Todo parece indicar que en Europa hay conciencia de que no puede desaprovecharse esta ocasión para que caiga el muro de hostilidad en el Egeo 10 años después del fin del muro de Berlín.
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