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Tribuna
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La competencia, después del PP

Porque no cabe esperar demasiado del durante. Recordemos que el penúltimo paquete de reformas estructurales, el de abril de este año, puso en relación la tarifa eléctrica con el precio del aceite, actuó sobre el precio regulado de un servicio que no forma parte de la cesta del IPC y redujo durante un par de horas el precio de la bombona de butano para conseguir una disminución de la inflación una décima de punto porcentual, que probablemente no alcanza el 10% del error de medición. Por ello, es obligado referirse al después. Centraré la atención en los que, a mi juicio, constituyen los problemas fundamentales. Un primer problema es la incongruencia de la regulación de una buena parte de los servicios básicos de naturaleza mercantil con respecto a las estructuras de los mercados. En términos generales, los niveles de concentración empresarial impiden la existencia de rivalidad entre las empresas y, desde luego, el ejercicio efectivo de los derechos de elección de los consumidores entre ofertas independientes. A ello hay que añadir que las regulaciones vigentes, por ejemplo, las relativas a los regímenes de transición a la competencia, dificultan la incorporación a los mercados de otras empresas potencialmente competidoras. Así, no cabe pensar que en un plazo razonable se produzcan las condiciones precisas para que pueda haber competencia efectiva en sectores como el de hidrocarburos o el eléctrico, a no ser que se opere sobre los parámetros de mercado que restringen la competencia y se promueva la entrada de nuevos competidores.

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La citada incongruencia lleva a que carezca de sentido atribuir a las empresas la facultad de fijar libremente los precios, como si la aprobación de una ley tuviera como consecuencia inmediata la rivalidad entre las empresas. Por ejemplo, la supresión de los precios máximos de las gasolinas o gasóleos ha dado lugar a que en el mes de junio los madrileños hayan pagado casi tres pesetas más por litro de gasóleo de automoción de lo que hubieran satisfecho caso de mantenerse el régimen anterior. Ello sucede, además, en un ámbito geográfico donde la densidad de la demanda debería favorecer la existencia de competencia.

Un segundo problema tiene que ver con la concentración intersectorial en el ámbito de los servicios básicos. La provisión de electricidad, gas natural, butano, gasolinas y gasóleos, servicios de autopistas, telecomunicaciones, servicios de cable, servicios bancarios e incluso medios de comunicación resulta, en todo o en parte, de la actividad de empresas con accionistas o intereses comunes, en ocasiones, además anudadas mediante alianzas estratégicas protectoras. La consecuencia de tal fenómeno es la emergencia de un poder no sujeto a las reglas de la competencia, cuyo tamaño le confiere una capacidad de influencia considerable sobre el Estado.

Como en estas materias la abstracción es enemiga de la claridad, tengo que citar a Julia Otero. Telefónica puede ofrecer mucho al poder político; sin duda, son grandes sus exigencias. Forma parte de la lógica económica que su destitución tenga contrapartidas generosas para Telefónica; forma parte de la lógica del poder que no sepamos el alcance de las mismas. Lo malo es que las pagaremos en el recibo. Si la situación no se remedia, es dudoso que el poder político resista la tentación de pactar con éste u otros grupos de interés las condiciones de ejercicio de sus actividades y otros extremos, sin las limitaciones derivadas de las reglas de la competencia o de los mecanismos de control político.

El tercer problema que quiero mencionar se refiere a la salud de los instrumentos de defensa de la competencia. El examen de las resoluciones del Tribunal de Defensa de la Competencia y, en general, de las decisiones de las autoridades españolas de competencia invita a pensar que, de hecho, el Estado no defiende el buen funcionamiento del mercado. Para ello basta con constatar que, enfrentado a la lluvia de concentraciones en los sectores de servicios básicos, alianzas entre empresas potencialmente competidoras, constitución de barreras a la entrada y otras decisiones empresariales contrarias a las reglas del mejor mercado, ha mirado como antaño a las escuelas de conducción, vacunas antigripales, alquiler de vídeos y otros sectores de trascendencia similar para los intereses de los ciudadanos. En todo caso, el arrinconamiento del Tribunal y de los organismos de regulación sectorial, especialmente de la Comisión del Sistema Eléctrico Nacional, ha cegado una de las fuentes principales de defensa de la competencia: la transparencia y la información.

Se dirá que las cosas van a cambiar con la nueva Ley de Defensa de la Competencia. No lo creo. Este menester tiene que ver sobre todo con la voluntad política de limitar el poder de mercado de las empresas. La ley vigente hubiera permitido actuar a las autoridades de competencia. A lo mejor hay que esperar al después.

Alberto Lafuente Félez es catedrático de la Universidad de Zaragoza.

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