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La pueblada de Chávez

Andrés Ortega

Venezuela, como señala un certero observador, ha pasado de la sartén al fuego. Ha entrado en una senda cuyas salidas previsibles son todas motivo de honda preocupación. Vargas Llosa lo ha calificado de "suicidio de una nación". Ya se han elevado los primeros llamamientos por una parte de esa oposición que le sirvió en bandeja el triunfo democrático a Chávez para que el Ejército (el que no sigue al antiguo golpista, es de suponer) intervenga. Como si la historia pasada no hubiera surtido enseñanzas, ni respecto a los sables, ni respecto a un Chávez que amenaza con una "pueblada" -bella, aunque estremecedora palabra- si no consigue lo que quiere. Evidentemente, ya es tarde para lamentar la quiebra de una clase política y dirigente incapaz de sacar el país adelante y que ha favorecido la aparición de un Hugo Chávez mientras ponía sus dineros a buen recaudo fuera de Venezuela, anticipando el resultado electoral. Extraña forma de patriotismo, que explica aún que el antiguo golpista haya logrado una victoria que no sorprendió a los evasores de capitales. Pues Venezuela es parte de esa región que registra las mayores desigualdades sociales en el mundo. La atención insuficiente a esa desigualdad, a la corrupción e incluso al elemento racial -no por nada el "mestizaje" es una de sus banderas que crecientemente se enarbolan más en América Latina y que Chávez ha hecho naturalmente suya- explican el fenómeno Chávez una vez más. La gente está detrás de él. Eso es el populismo. Pero en buena parte está reñido con la democracia, que reposa no sólo esencialmente sobre los votos, sino también sobre el respeto de las reglas del juego, que Chávez está haciendo saltar una tras otra. No se trata ya de un legítimo Congreso que ha quedado deslegitimado por dos elecciones sucesivas, y especialmente por la de la Asamblea Constituyente dominada por los chavistas, sino que resulta más significativo que haya forzado la dimisión de la presidenta del Tribunal Supremo. Veremos qué concepto de la separación de poderes tiene Chávez. De momento parece que ninguna. Ninguna división se entiende.

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Pero Hugo Chávez no se va a jugar su futuro en la gestión de las instituciones, sino en cómo responda al problema social, con una economía en grave recesión, la inversión extranjera paralizada y pocas perspectivas, salvo una: el petróleo. De momento le ha salvado la subida de los precios del petróleo, que él mismo ha contribuido a pactar en el seno de una OPEP que Caracas quiere revigorizar, aunque ya no pueda recuperar el peso de antaño, pues la Organización de Países Exportadores de Petróleo representa bastante menos de la mitad de la producción mundial. Pero el control de Petróleos de Venezuela era esencial para una estrategia que cuenta ya en barriles lo que puede aportar de suplemento a sus programas sociales. Sin embargo, este maná recién revitalizado puede no ser duradero (depende en buena parte de la recuperación asiática) y puede incurrir en los mismos errores de gestión del pasado. ¿Qué pasará si -cuando- Chávez no puede cumplir sus promesas sociales? Se entraría entonces en la fase más delicada.

Lo de Chávez no ocurre en el vacío, sino en un contexto preocupante en la zona y para EE UU. Colombia, preocupación número uno de EE UU en estos momentos, se está yendo como Estado por el sumidero, mientras las guerrillas ganan terreno, lo que les puede llevar hasta Panamá, un territorio que Estados Unidos abandonará militarmente para el 30 de noviembre. La combinación es endiablada, mientras Chávez se muestra dispuesto a reunirse con las FARC colombianas, irritando profundamente al Gobierno de Pastrana, le niega el permiso de sobrevuelo del espacio aéreo a aviones antidroga estadounidenses, y le planta cara a EEUU en otros terrenos regionales. Pero puede resultar aún más popular por ello. Y probablemente estemos en una de esas situaciones trágicas en las que cabe considerar que todo ha de empeorar para poder después mejorar, para pasar del fuego a otra sartén. aortega@elpais.es

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