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56ª MOSTRA DE VENECIA[PU]

Venecia apuesta por el cine renovador

La sorpresa de la jornada fue "Una relación pornográfica" con el actor español Sergi López

La más agradable sorpresa de la jornada de ayer, que sobre el papel suele ser la más cotizada, nos la dieron la veterana actriz francesa Nathalie Baye, el joven director belga Frédéric Fonteyne y el actor español Sergi López, que bordan una deliciosa, pese a su suave desvío final hacia un despunte de pesimismo, comedia sentimental titulada Una relación pornográfica, que nada tiene de escabrosa ni, aunque parte de un esquema similar al de El último tango en París, no emplea ningún tipo de anzuelo erótico, y menos pornográfico, destinado al personal ávido o reprimido. Por el contrario, es una obra libre y llena de transparencia, una muy delicada historia de amor y de humor, cuyo lado porno es nada más que el marco metafórico e irónico de una insólita, y originalísima, película de corte lírico, un sencillo -y de su sencillez proviene la multiplicación de su eficacia identificadora- relato de un asunto de siempre entre un hombre y una mujer, compuesto y contemplado desde una angulación formal inédita, pese a la aludida deuda situacional que, sin ocultarlo, tiene con el célebre filme de Marlon Brando.

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La admirable actriz francesa Nathalie Baye arroja, como siempre, fuera de la pantalla su gran solvencia, su talento y su elegancia; y el actor español Sergi López le regala, y de paso nos regala, un tú a tú de admirable sutileza y sagacidad, hasta el punto de que hay momentos en que sin pretenderlo oscurece a su contendiente, gracias a un empleo de gran exactitud de su mirada entre aniñada y burlona.

En un registro visual y estilístico completamente diferente continuó la programación con Holy Smoke, la muy esperada -y me temo que decepcionante- película dirigida por la australiana Jane Campion y protagonizada por la joven británica Kate Winslet y el veterano estadounidense Harvey Keitel, dos rostros superdotados en su oficio, capaces de fundir con la electricidad de su instinto escénico los focos que los iluminan.

Keitel sigue con rectitud casi franciscana su itinerario de francotirador del cine dentro del movimiento de los cineastas independientes de su país, sin rozar los tentáculos de Hollywood, hasta el punto de que se observa en él un distanciamiento de su antes inseparable amigo y director Martin Scorsese, antes de que este notable cineasta vendiera su más que probado oficio a los tenderos de los estudios californianos y Keitel iniciara, por su cuenta y riesgo, un desvío profesional hacia la producción de sus propias películas.

Por lo que respecta a Kate Winslet, ni su oscar por Sentido y sensibilidad ni el encumbramiento del estrellato que le supuso hace un par de años protagonizar la monumental Titanic, han modificado un ápice sus ganas de recorrer con libertad sus propias calles. Y se cuenta que se ha negado a someterse a la dictadura de la hollymemez en lo relativo a la exuberancia de curvas y kilos de una carnalidad tan rotunda y tan bien asumida como la suya. Winslet parece tanto más hermosa cuanto más se desentiende del glamour anoréxico en la corte de la reina Julia Roberts.

El lado malo de Holy Smoke hay que buscarlo en su principal responsable, la australiana Jane Campion, que parece haberse vaciado prematuramente en Un ángel en mi mesa y El piano, su segunda y tercera películas; y, tanto en el impotente Retrato de una dama con que hizo trizas a su bella compatriota Nicole Kidman, como en ésta, mitad chistosa y mitad patética, Holy Smoke, se mueve entre ambiciones y logros muy inferiores a los del arranque de su carrera.

En esta última película llega incluso a componer escenas sobre el papel de mucho riesgo, como es la imagen de la meada de Kate desnuda en el desierto, con recursos en parte tramposos y en parte de aficionada. La película se limita a tener algunos golpes de gracia incrustados en un querer y no poder demasiado grueso y evidente para una profesional que debiera estar ya muy curtida, que se las da de autoexigente y sin embargo nos ofende con un rosario de resoluciones chapuceras propias de los viejos directores marrulleros y de los pegaplanos con un oficio desarrollado sobre la mentira de la sofisticación en cuanto encubridora de elementalidad.

Nada marrullero ni elemental, aunque por desgracia está aquí fuera de concurso y merecía competir, es el intenso y trepidante, casi vertiginoso, thriller -por otro lado muy atípico- Eye of the beholder, donde el también australiano Stephan Elliot, estupendo director de Priscilla, reina del desierto, conduce ágil y magistralmente a la hermosa canadiense, cada película mejor actriz, Ashley Judd; y al escocés Ewan McGregor, que está elaborando una carrera imparable desde que emergió de las negras aguas de Trainspotting. Este brillantísimo actor tiene ya abiertas las puertas del estrellato de Hollywood, sin que se decida a franquearlas, desde el baño de multitudes de La amenaza fantasma, donde da carne viva a la juventud del inefable personaje que Alec Guinness creó en La guerra de las galaxias.

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