_
_
_
_
_
Reportaje:

Cocentaina, manjar blanco

Hemos llegado al punto en que se descubre cuál es el destino final de los frutos de todos los almendros, innumerables almendros, con que nos hemos cruzado en nuestros recorridos por la Comunidad, de Norte a Sur, de Este a Oeste, por doquier. Desembocan en la zona que cubren pueblos del interior de Alicante, Xixona, Alcoy, Cocentaina. Estos son los destinatarios. El turrón, mezcla de almendras, azúcar y miel, es el principal protagonista de este destino y conforma uno de los primeros sectores económicos de estas poblaciones. Las peladillas, el turrón, productos cuyo consumo se produce en Navidad para la mayor parte de la población, aunque se va extendiendo hacia otras fechas así como hacia otros lugares allende nuestras fronteras, se toman a los postres, al final de las pantagruélicas comidas familiares; su recuerdo nos trae de forma inevitable añoranzas de invierno. El nivel energético de la almendra y del resto de los componentes del turrón, hacen menos aconsejable su disfrute en las épocas de estío. Pero en otros tiempos no sólo se empleaba la almendra para este regalo gastronómico. A través de la historia ha tenido un lugar preponderante en la dieta de los ciudadanos. Si nos asomamos al Siglo de Oro español comprobaremos la cantidad de platos en los que interviene, pero no sólo como postre, sino como elemento alimenticio de primer orden. Uno de los guisos estrella de la época, cuya fama se prolongó durante multitud de años es el manjar blanco. Estaba hecho a partir de almendras, leche y gallina, aunque ésta podía ser sustituida por cualquier ave, carne o pescado, y en los días de Cuaresma y cuando la mesa era principal, por langosta. Su versión más famosa, la de gallina, nos resultaría hoy de difícil deglución. Comprueben la fórmula de fabricación. "Para manjar blanco: tomar una gallina, ocho onzas de harina de arroz y media libra de agua rosada, cuatro libras de almendras,..." Continúa la descripción finalizando, "luego sin parar de mover con un palo se irá deshilando la gallina una vez cocida, como hebras de azafrán, y mezclándola con todos los ingredientes". Y haciendo una suerte de engrudo dulce se enfría, se le vuelve a rociar de azúcar, y a comer en porciones. Nutritivo, aunque poco volátil para entrada. Será por la gallina. Las almendras, antes como ahora, también se tomaban como aperitivos; los antes, les llamaban. Deja constancia de dicha moda Pinheiro de Veiga, que en su libro Fastiginia, una crónica de la Corte en tiempos de FelipeIII, comenta un banquete que dieron en honor del Duque de Lerma en Valladolid. Asombrado señala, los ilustres caballeros "sin rezar ni lavarse las manos", se lanzaron al ataque; de primero, los antes y los postres. Almendras junto con guindas, limas, dulces, pasas, orejones y natillas. Luego doscientos sesenta platos de cocina. Y al final sin postre, se lo habían comido al principio. Es de suponer que por si no les quedaba apetito al terminar los platos principales. También se come de forma sólida en el Restaurante L"Escaleta de Cocentaina. Quizá demasiado sólido para lo que se estila hoy en día en cuanto a las salsas y acompañamientos; este es sin duda el mayor reparo que podemos oponerle, la falta de ligereza, el abuso de natas, mantecas, grasas en general al confeccionar los platos. Por lo demás impecable, lo que llamamos un buen restaurante. Situado a las afueras de la población, en una confortable casa, está bien decorado, tiene un magnífico servicio, y las cartas de comidas, bebidas e incluso panes no tienen nada que envidiar a las de sus homólogos de más importantes poblaciones. Y además, dentro de lo posible cuidan las comidas típicas de la zona. Pidan la pericana, confeccionada con pimientos rojos secos, bacalao y ajo, al que se añade un magnífico aceite de oliva, les gustará. Coman clásico y al final soliciten peladillas, impecables, junto con un vino dulce, para hacer una concesión a la tierra. Cuando vayan a Cocentaina, si lo hacen desde Alcoy, acepten un consejo, den un rodeo para entrar a la ciudad por otra carretera. Una inteligente disposición de los semáforos en el casco urbano permite admirar con detenimiento, alrededor de media hora, el paisaje de edificios que nos rodea. Y por el módico precio de la gasolina quemada y los nervios destrozados.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_