Con desaliento respondo
Con desaliento respondo a la que promete ser última carta de don Javier Marías (EL PAÍS, 24 de julio) con ésta, que también querría que fuese la última por mi parte. Aunque Marías parece creer que la ilusión de mi vida se halla puesta en protagonizar un culebrón veraniego como el que nos traemos entre manos, en nuestra ya enojosa correspondencia no me ha movido el menor "afán de protagonismo" ni tampoco he intervenido en ella para nada como "discípulo" de Aranguren (quien nunca pretendió crear escuela ni, por tanto, tener discípulos), sino sencillamente como amigo suyo, un amigo alarmado ante las gravísimas insinuaciones sobre su conducta que en un principio atribuí a la desinformación de Javier Marías, pero que finalmente él mismo reconoce que formaban parte de un malicioso jueguecito de adivinanzas: "Ha llevado a numerosísimas personas a preguntarme, con curiosidad sana o malsana, por la identidad del filósofo aludido". Mi opinión sobre los que practican esta clase de juegos con el buen nombre de personas difuntas prefiero callármela, para que el señor Marías no diga que le insulto, le ofendo o le falto al respeto, cosa de la que en ningún momento podrá quejarse de que haya hecho en mis cartas anteriores. Marías renuncia ahora a "la última palabra", pero quiere tener, en cambio, nada menos que "la razón". Veamos. Por lo que se refiere a nuestra discusión, Marías comenzó sosteniendo que Aranguren había sido, desde la guerra civil y durante años, un "delator" de sus colegas en la universidad. Creo haberle demostrado que se trataba de una acusación disparatada y carente de todo fundamento. Abandonando, pues, su primera acusación, Marías se refugió en otra no menos disparatada e infundada; a saber, la de que Aranguren había confesado ser un "espía" en una oficina militar de San Sebastián en plena guerra, confesión supuestamente hecha en un curso de verano dirigido por mí en la Universidad Complutense. Naturalmente, se trataba de nuevo de un infundio y así se lo hice ver. Por último, Marías proclama que ya es hora, a los casi 25 años de la muerte de Franco, de que "se pueda hablar de lo que pasó durante y después de la guerra, sin que le lluevan a uno los anatemas". Por descontado que sí, pero siempre que uno no se invente la historia, ni para hacer de ella un cuento de hadas ni para convertirla en una sarta de patrañas difamatorias. No sé el valor que los historiadores concederán a "pruebas documentales" como las entrevistas de prensa concedidas por Aranguren, en la década de los noventa, que Marías insiste en aducir en su última carta. Pero hasta al más profano en la materia se le alcanza que tales entrevistas, si no han sido debidamente supervisadas por el interesado, pueden contener errores. Por lo demás, no veo por qué la observación de que algunos de dichos errores pudieran deberse al Aranguren de esta década, cuya memoria y otras facultades le fallaban en ocasiones por desgracia, tendría que "echar un borrón" sobre su figura. Que ocurra aquello es algo tan doloroso como natural y, no hay que decirlo, ni Marías ni yo estamos a salvo de que nos pase un día.La entrevista a Aranguren, de la que soy autor, citada por Marías, fue supervisada por el entrevistado no menos de tres veces, y ni siquiera así descarto que en ella haya errores, suyos o míos. Se encuentra en el Retrato de José Luis L. Aranguren que compusimos conjuntamente Eduardo López-Aranguren, José María Valverde y yo para el Círculo de Lectores en 1993: Aranguren se retrata en esa entrevista sin el menor ánimo de hacer hagiografía de sí mismo, presentándose como alguien que, excesivamente sumiso en sus comienzos, se inició luego en el aprendizaje de la insumisión y acabó transformado en maestro de insumisos (que es lo que fue, sin proponérselo, en la universidad o fuera de ella desde los años cincuenta en adelante). Con los inevitables defectos de un entrevistador aficionado que está lejos de dominar el género, intenté en mi entrevista recoger lo que Aranguren creía ser y quería ser, que a grandes rasgos coincide con lo que para muchos, yo entre ellos, era realmente.
Nunca he sido partidario de "negar irracionalmente hechos ingratos", "aplaudir biografías ficticias o maquilladas" o "meter bajo la alfombra cuanto pueda resultar molesto", todo lo cual podría, en efecto, contribuir a "perpetuar la falta de salud moral que aqueja a España y a su vida pública desde hace tiempo"; si bien no tanto, miren ustedes por dónde, como la calumnia, que lo viene haciendo desde tiempo inmemorial.
¿Tiene o no la razón Javier Marías? Para empezar, "la" razón no existe, sino que sólo existen "razones" mejores o peores, y las que aporta en su última carta no pasan de ser, para decirlo con un refrán popular, "las tres razones de Marías: una vana y dos vacías". Por lo mismo que acaba de decirse, la razón no "se tiene", sino a lo sumo "se ejercita". Eso es lo que modestamente quise hacer en este cruce de cartas, tratando de hacerme cargo de los "argumentos" ajenos, si los había, y tratando a mi vez de "argumentar", esto es, de "dar razón" de mis propios puntos de vista. Inútil tarea con quien se niega a darse a razones y se limita, como lamentablemente hace Javier Marías en su última carta, a insultar, ofender y faltar al respeto a sus interlocutores.
De ahí el desaliento con que respondo y pongo por mi parte punto final a esta controversia. Dada la época del año en la que nos encontramos, el desaliento parece, en cualquier caso, preferible al acaloramiento. De modo que feliz verano, y aquí paz y después gloria.-
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