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Tribuna:CRÓNICAS
Tribuna
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El verano del carpintero

Juan Cruz

Günter Grass dice que los escritores deben hacer sillas, pero éstas tienen que volar. Habla un inglés difícil, como a contrapelo; con él están, en esta casa de verano, su editora española, Amaya Elezcano, directora de Alfaguara, y el periodista Miguel Munárriz. Preparan con él su visita a España, que será en octubre, cuando la Fundación Príncipe de Asturias le entregue el Premio de las Letras de este año, la primera vez que un extranjero lo recibe y la segunda vez que él recibe en este país un premio por su obra; el anterior se lo dio la asociación Presencia Gitana, que le entregó un bastón que él conserva en su casa de Lübeck.Están en la casa de verano de Grass, en el Algarve portugués, cerca de Portimao. Es imposible saber dónde está, y tampoco se puede saber que allí vive un escritor con tantos honores, tan discutido y tan amado; la verdad es que parece la casa de un carpintero que está allí de veraneo y aprovecha para pintar; en efecto, rara vez habla de literatura, o al menos no habla de su literatura; sí recuerda que en octubre, también, hará 30 años que publicó El tambor de hojalata, pero pronto dispone sobre la mesa quesos y embutidos, que sirve sobre una mesa larga, de madera, sobre la que ha dispuesto, además, el oloroso tabaco de pipa que fuma desde que su médico le obligó a olvidarse de los cigarrillos. Presume de tener 72 años, para ocultarse de la gente y de las obligaciones, pero como carpintero que es de sillas que vuelan trabaja mucho durante el día, como si ese peso de la edad fuera sólo una excusa del calendario.

¿En qué trabaja? En esta casa no se ve una máquina de escribir, ni hay una sola mesa donde se vean objetos de escritorio; es más, dice él, lo único que hace es pintar, y muestra unas botas que recuerdan las botas de Charlot y que son sus botas de caminar. ¿No trabaja? Sí, pinta esas botas, pero es también un labrador que cultiva la tierra, y la toca como el carpintero toca las sillas de verdad, y luego muestra las rosas y el estanque. Su orgullo, el orgullo de sus manos, está al fondo de la huerta, debajo de unos árboles que él plantó hace tres años. Es un banco de piedra que tiene desde lejos la apariencia de los sitios desprovistos de comodidad alguna, hasta que uno se sienta y comprueba que esas piedras las ha puesto Grass ahí para ver cómo se juntan de lejos la casa, el verano y el cielo.

Quiere saber de Asturias. Conoce España, y lo que más recuerda no es literario, porque pocas veces evoca su biografía de escritor, sino aquel viaje que hizo con Willy Brandt a recoger a Felipe González y a los suyos en la familia del viejo canciller alemán. "Recuerdo al viejo alcalde, recuerdo al viejo alcalde", dice, y rememora a Tierno Galván con la elegancia anciana que siempre adornó al primer edil socialista de la democracia. Después nombra a su primer editor español, Jaime Salinas, y pregunta y pregunta por la gente que conoció entonces, y pregunta tanto que a veces uno se olvida de que vino a preguntarle...

Al final quiere saber cómo es la ceremonia de Asturias... Ya han tomado queso, y pan y vino verde sus visitantes españoles, y él invita a orujo de verano, hecho de higos por sus amigos los campesinos portugueses, y agradece a los visitantes que le sigan bebiendo: como todos los que aman beber en compañía, a él le gusta saber que no está solo en esa mesa donde el alcohol ya añade a la tarde la sabiduría del buen humor.... Es entonces cuando pregunta por la ceremonia de Asturias, y Munárriz, que es de Gijón, se la explica con todo detalle. Este carpintero de sillas de aire le inquiere más, y al final el periodista le confiesa que también, además de pronunciar un discurso, tendrá que ponerse en pie para oír el himno de Asturias. ¿Cómo es?, pregunta, apurando la copa de orujo de higos.

Y es entonces cuando su visitante asturiano le canta a Grass Asturias, patria querida, que él mismo termina tarareando con su cabeza feliz de carpintero que hace sillas en verano.

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