Marc Ribot, un náufrago en costas cubanas
Y al quinto día llegó la lluvia. No podía ser de otra manera: un Festival de Jazz de San Sebastián sin lluvia no sería un Festival de Jazz de San Sebastián, sería cualquier otra cosa, tal vez más cómoda, pero indudablemente diferente. Durante toda la mañana del lunes, la Concha había podido colgar nuevamente el cartel de completo, pero a la hora del café las cosas comenzaron a cambiar y durante toda la tarde la tormenta estuvo jugando al escondite.A pesar de ello, la plaza de la Trinidad volvió a llenarse, y Marc Ribot y sus Cubanos Postizos pudieron actuar en seco. Como la suya pretende ser música con color y calor caribeños, no hubiera sido de ley ofrecerla bajo la lluvia.
Marc Ribot no engaña a nadie y ya deja claro en el nombre de su nuevo grupo que lo suyo es cubano postizo. Ritmos aproximativamente cubanos sobre los que su guitarra caminaba entre dos aguas sin decidirse por la modernidad o la tradición. Indecisión que, en vez de convertirse en arma comunicativa, se tornaba bumerán abriéndole un boquete justo en la línea de flotación.
El neoyorquino dio la imagen de un náufrago en costas cubanas (como un balsero a la inversa), y su pianista Anthony Coleman, la de espectro inexistente.
Engendro surrealista
Ya de madrugada, Coleman volvió a naufragar con un concierto de piano solo en uno de los salones del hotel María Cristina, las antípodas de la vieja Knitting Factory en la que labró sus laureles. Su música, entre el impresionismo y la libertad, quedó como un engendro surrealista bajo las lámparas de lagrimones de cristal, los tapizados de las paredes y las camareras uniformadas de película del Titanic sirviendo cervezas de marca en mesitas con mantel. Una de dos: o el pianista se había equivocado de local o el local de pianista.Volviendo a la Trini, tras la hecatombe de Marc Ribot estaba programado uno de los platos fuertes del 34º Jazzaldia: la tercera reencarnación del Shakti de John McLaughlin.
A su majestad la meteorología no deben gustarle las fusiones indias y decidió aguar la fiesta, pero no lo consiguió, todo lo más, algún resfriado, porque no sólo Shakti tocó bajo la tormenta, sino que fue un concierto sencillamente mágico. Mientras los músicos afinaban, la lluvia hizo su aparición y la organización, previsora, comenzó a repartir chubasqueros de plástico transparente. La lluvia se tornó tormenta con profusión de aparato eléctrico, pero casi nadie se asustó.
El concierto concluyó 90 minutos después con dos terceras partes del público todavía en sus asientos, empapado pero contento y exteriorizando su entusiasmo. No era para menos.
Shakti significa inteligencia creativa, belleza y energía, y la noche del lunes todos sus componentes brillaron al máximo. Los cuatro instrumentistas -el guitarrista John McLaughlin, el tablista Zakir Hussain, el percusionista V. Selvaganesh y el mandolinista U. Shrinivas-, proyectados a lo más alto por la fidelidad de un público inmóvil bajo el tremendo aguacero, rebuscaron en lo mejor de sí mismos ofreciendo un concierto emotivo, repleto de sentimientos que iban de lo danzante a lo meditativo, de la euforia al estremecimiento.
Huir del pasado
El nuevo Shakti cuenta con dos de sus miembros originales: el guitarrista John McLaughlin y el tablista Zakir Hussain, y ha recurrido para esta tercera edición al percusionista V. Selvaganesh y al mandolinista U. Shrinivas. Es decir, McLaughlin ha huido conscientemente de rememorar el pasado, cuando Shankar o Chaurasia se sentaban a su lado, para crear un nuevo Shakti en el que cada vez es más difícil desligar lo oriental de lo occidental.
Si en los setenta Shakti fue world music avant la lettre, a finales de los noventa es emoción en estado puro sin pasaporte ni credenciales estéticas. Y resistente a la lluvia.
Babelia
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