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Canícula

LUIS MANUEL RUIZ "No hay nadie que no hable de los días caniculares cada verano, por el grande calor que hace en ellos", afirma el erudito sevillano del siglo XVI Pedro Mexía, para pasar a describir el origen de esa curiosa nomenclatura, la de canícula: y es que la estrella griega Sirio, llamada Canicula por latinos y Alhabor por los árabes, sale por el horizonte en verano al mismo tiempo que el sol provocando que sus respectivas temperaturas se sumen y causen los sofocantes bochornos que padecemos. Todos los años, con la llegada de la canícula, la gente se sorprende de que pueda hacer tanto calor en el interior de la olla a presión que es la atmósfera y de que la vida pueda seguir su normal curso a pesar de esos números imposibles que marcan casi medio centenar de grados en los termómetros de las plazas y avenidas. La memoria, que suele envolver lo pasado con un hermoso papel de seda que no tuvo por qué vestir, nos asegura que en años anteriores no hacía el mismo calor, que este suplicio sahariano es nuevo de este verano y nos obliga a razonar que sin duda el deterioro de los polos y la capa de ozono va a abocarnos irremediablemente a la asfixia. Siempre, en los meses álgidos de julio y agosto, existe un paréntesis de una semana en que las condiciones climáticas se intensifican, y entonces ni siquiera el bendito aire acondicionado puede eximirnos de los sudores o del histérico deseo, poco sincero por demás, de largarnos a vivir a los distraídos hielos de Islandia. La cuestión es que estas temperaturas extremas han modelado el carácter de los andaluces, poseen algunas de las claves que explican ciertos comportamientos que se achacan a nuestro pueblo. En primer lugar, el de la nocturnidad. Cualquiera que se relacione con personas de allende Despeñaperros, podrá comprobar lo curioso que le resulta al foráneo no sólo comprobar la distancia hasta la que se alargan las noches de verano, sino que las casas busquen constantemente, durante los rigores del día, reproducir una pequeña noche en sus habitaciones. El ciclo vital se invierte, se hace necesario llevar la actividad diurna a sus antípodas para poder cumplirla satisfactoriamente, libre del calor y el escozor solar que impide asomar los pies a las aceras. De noche, como en el trópico, todo reverdece: la gente que durante la mañana ha estado sepultada en sus calizos panteones blancos vuelve a hablar, a relacionarse; la calzada se llena de individuos que huyen, dispuestos a aprovechar las escasas horas de tregua: porque el día es un hiato insoportable, un insoportable crisol blanco que no permite respirar. Esta alternancia escrupulosa de noche y día redunda, dicen, en el equilibrio y la salud de los cuerpos; la simetría diurna y nocturna, la no injerencia de cada segmento en los dominios del opuesto, garantiza un correcto funcionamiento de los sistemas orgánicos y, sobre todo, sanea la mente. En los países nórdicos, donde el sol no es tan insistente, el número de suicidios aumenta proporcionalmente al del número de cielos nublados que registran los mapas de isobaras. El visitante de Andalucía queda deslumbrado por el cielo, sólido e inusitadamente azul, el mismo cielo del desierto que sugirió a Paul Bowles un tipo de protección sobrenatural, inexplicable: bajo un cielo de tal rotundidad, vino a decir, es imposible que suceda nada realmente funesto.

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