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Rehabilitar

Si 1999 está siendo el año de Jorge Luis Borges, el 2000 será -literariamente hablando- el año de Oscar Wilde. Pocas veces un escritor muere de tal manera en el oprobio y es luego acreedor a una tan dilatada gloria póstuma. Convengamos en que la vida tiene algo de burla.Hoy, Wilde se sigue leyendo abundantemente y se sigue representando con éxito; es un clásico vivo, sobre el que continúan publicándose libros, estudios y artículos; encarna, además, el mito del inocente destruido por la máquina de una justicia infame, y su persona ha incorporado simbólicamente en grado sumo la representación de la sexualidad marginada y maldita. El marqués de Queensberry, su denunciante, y el hijo de éste, lord Alfred Douglas, su equívoco amante, son ya polvo y ceniza y sólo perduran en la memoria por injuriarlo, el uno, y por malquererlo el otro. Hasta la misma Iglesia anglicana ha rehabilitado a Wilde y le ha concedido una vidriera de la abadía de Westminster.

A uno esto de las rehabilitaciones le produce sentimientos contrapuestos: reconoce que es una forma de hacer justicia, pero también que es un modo de ratificar la injusticia de la vida, porque el rehabilitado sólo se llevó en sus ojos el asco y el desamor del mundo. Rehabilitado fue Isaak Babel, el autor de la hermosísima Caballería roja, quince años después de su muerte, cuando quebró el estalinismo; al morir le habían dejado hasta sin sus gafas de miope. Rehabilitado fue también Borís Pasternak, pero murió en medio de la soledad y el desprecio, y esto fue lo último que recibió de la vida. En realidad, quienes se rehabilitan verdaderamente son los vivos, que, aunque puedan no ser culpables, se lavan la conciencia y se la lavan a la sociedad en que viven.

Con todo, hay que considerar que la rehabilitación es un acto oficial y compromete a la sociedad que agravió a la víctima. En España no se lleva mucho lo de rehabilitar. Oficialmente, ni García Lorca, ni Miguel Hernández han sido rehabilitados stricto sensu, aunque la larga serie de reconocimientos institucionales y la participación oficial del Gobierno -un Gobierno conservador- en el centenario del primero hayan tenido algo de acto de rehabilitación. Antonio Machado sí fue rehabilitado, al menos como catedrático de instituto, cuerpo del que fue expulsado póstumamente, según los mejores cánones inquisitoriales; pero esa rehabilitación ocurrió más de cuarenta años después de su muerte, cuando ya molestaba poco. Mejor, en todo caso, tal resolución que la del político conservador británico que declaraba no hace mucho que Oscar Wilde fue juzgado y condenado según las leyes de su tiempo y que no había nada más que decir.

Por fortuna, otros sí tienen mucho que decir y lo han dicho y lo están diciendo, y quien queda hoy a una luz letal es aquella el brutal procesosociedad que aplaudió. Una sociedad ya estigmatizada por la literatura que brotó en la misma Inglaterra, fresca y violenta, después de la Segunda Guerra Mundial. La inmensa mayoría de la sociedad británica de hoy nada tiene que ver con la que odió a Wilde. (Aunque a Wilde lo odió toda la Europa bienpensante; hasta André Gide, que lo había acompañado en sus correrías tunecinas, rehusó saludarlo por las calles de París). Pero Wilde -su obra, claro está- sí sigue teniendo que ver con la lengua inglesa, en la que escribió palabras de oro y sueño. Los despojos del hombre, en tanto, se consumen en la soledad de un cementerio de París.

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