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23º FESTIVAL DE JAZZ DE VITORIA

Wynton Marsalis santifica la música de Duke Ellington

, Vitoria La obligación, sobre todo si coincide con la devoción, es lo primero. Así lo entendió la organización vitoriana programando en la jornada inaugural un doble homenaje a Duke Ellington en el centenario de su nacimiento. Para rendirlo con garantías, nada mejor que convocar a Wynton Marsalis, su valedor más popular, eficiente y polémico. El trompetista de Nueva Orleans se ha embarcado junto a su Lincoln Center Jazz Orchestra en un año monográfico que le llevará a presentar el tesoro musical del maestro en ciudades de los cinco continentes.

La parada de este músico en el festival de Vitoria dejó ver a su alrededor un colectivo vibrante, poderoso y plenamente consciente de la responsabilidad adquirida. Si no fuera porque lo desmiente cada vez que tiene ocasión de hacerlo, se diría que Wynton Marsalis tiene algo de un apóstol con vocación de mesías del jazz. Su cruzada particular parece estar basada más en una certeza casi científica, que viene avalada por el análisis y la erudición, que en la fe, pero como le mueve un fervor apasionado el músico norteamericano termina por ofrecer arte grande, directamente salido del corazón.

En el marco del festival de Vitoria Marsalis tuvo ocasión de demostrarlo en dos ocasiones: una fue por la tarde, en el ya tradicional concierto para los niños, y la otra por la noche, en el tributo oficial que dedicó a la la figura y a la herencia de Duke Ellington.

La chiquillería acudió a verle y oirle en masa. Por momentos, la audiencia menuda de Wynton Marsalis estuvo más interesada en la merienda y en conseguir que sus padres les compraran chucherías que en atender al escenario, pero entre bocadillos y palomitas tuvo ocasión de averiguar que Duke Ellington fue uno de los músicos más importantes del siglo.

Difunde, que algo queda, debía pensar Marsalis, mientras predicaba con la palabra y con los ejemplos musicales que le iba poniendo en bandeja su orquesta.

Los asistentes más pequeños al concierto tuvieron el espectáculo asegurado con el brillo de los instrumentos de metal, y algunos de los más crecidos se acercaron a pie de escenario para bailar y escuchar la lección del músico más de cerca. Por supuesto, no se trataba tanto de que los chiquillos entendieran a la primera lo que es un break o un riff como de que se pusieran en contacto con una de las músicas más estimulantes y más creativas jamás concebidas. Ése, y no otro, era el propósito.

El público adulto de la noche no necesitó entrar en situación empujado por la historia. Wynton Marsalis atacó sin entrar en preámbulos una música que conoce del derecho y del revés -que ama y siempre le sorprende-, al frente de una formación orquestal completamente disciplinada y homogénea, que pone manifiesto tener una finísima puesta a punto que le permite desarrollar la complejidad de la música ellingtoniana como si resolviese una ecuación trivial. Entre las infinitas maneras que hay de honrar la memoria de Ellington, el trompetista elige la que bebe de las partituras originales sin caer en el calco rutinario.

Pequeñas maravillas

La primera mitad del concierto estuvo dedicada a recorrer algunas piezas poco frecuentadas del inmenso repertorio de Duke Ellington, entre ellas pequeñas maravillas como un formidable arreglo de El manisero o los originales Main stem, Second line y The shepherd, sobre el que Marsalis hizo un solo sobrecogedor, desgarrado y ronco como si se acabara de fumar de una calada el tronco de un árbol sureño. La segunda se consagró al temario célebre (Caravan, Take the "A" train, Sophisticated lady, Concerto for Cootie), esta vez con las individualidades en primer plano. Ya se sabe que los hombres de confianza de Duke Ellington era gente que estaba tallada a mano y son completamente irrepetibles, de modo que los instrumentistas de la Lincoln estuvieron humildes. Así, el estupendo saxofonista alto Wess Anderson se miró en el espejo de Johnny Hodges, el tenor Walter Blanding se inspiró en el estilo arrebatador y desmañado de Paul Gonsalves, y el clarinetista Victor Goines evocó la tersa y caballerosa sonoridad de Barney Bigard.

Wynton Marsalis, acaso por aquello de confirmar que es un instrumentista prodigioso no sólo en el plano técnico, volvió a aclarar, en la interpretación de su solo sobre Black and tan fantasy, que en artistas de su envergadura el rigor histórico no está reñido con el talante innovador. El trompetista no es de esos a quienes les gustan los éxitos fáciles, y para demostrarlo antepuso Perdido, una pieza que es muy agradecida cuando se trata de rematar un concierto, a una muestra de ellingtonianismo que estuvo de comienzo a final cuajada de fantasía y de contrastes de atmósfera, capaz de multiplicar por mil los estados de ánimo. El público entendió el gesto y reclamó la propina. Entonces, sí.

Wynton Marsalis regaló la pegadiza y cordial C Jam blues con la acostumbrada rueda de los solistas, quizá para advertir al público de Vitoria que lo importante para Duke Ellington era, ante todo, hacer feliz a su gente.

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