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Menores

Aquel pobre hombre no entendía nada. Llevaba años en España trabajando honrada y tenazmente para que no hubiera una sola mancha que justificara su expulsión del país y tener que volver a Marruecos, su lugar de origen. Ahora se veía detenido y acusado de un delito que nunca imaginó que fuera tal: había pegado a su hijo. Semanas antes le llamaron del Tribunal Tutelar de Menores porque el chico, un adolescente de 14 años, fue capturado por la policía tras ponerle la navaja en el cuello a un turista extranjero. Allí tuvo que tragarse la charla de los funcionarios judiciales exigiéndole que educara y vigilara el comportamiento del muchacho, como responsable que era de su mala conducta. Y así lo hizo, aplicando para ello la única receta que conocía, la misma que su padre empleó con él treinta años antes. Cuando días después de leerle bien la cartilla se enteró de que había vuelto a las andadas, le cogió del pescuezo y procedió a propinarle unos cuantos bofetones que acentuaran su firme determinación de encarrilarle por el buen camino. El hombre entendía que con semejante proceder respondía, cuando menos, a las exigencias de quienes le reclamaron que modificara el comportamiento del adolescente. Lo que aquel hombre no imaginaba es que, cuando les contó que su padre le había cascado, los agentes sociales encargados del seguimiento del chico, lejos de aplaudir su acción correctora, procedieran a denunciarle por malos tratos a un menor. "¿Díganme entonces qué hago para que obedezca?", preguntaba, suplicante, a los funcionarios.

Semanas antes, una compatriota suya fue reclamada por las autoridades para que se hiciera cargo de su hijo de 15 años, al que pillaron cometiendo una fechoría. La mujer, temerosa de que le retiraran el permiso de residencia, abroncó al joven ante los propios agentes, a los que incluso llegó a pedir que lo expulsaran a Marruecos. Una actitud que pagaría muy cara en el camino de vuelta a su domicilio, durante el cual el mozalbete le propinó una brutal paliza para dejar bien claro quién mandaba. Si los apuntados fueran episodios aislados, no merecería otro tratamiento en estas líneas que la conmiseración de quienes los padecen, pero no es el caso. Los últimos informes policiales confirman que unos cuarenta menores de edad civil e incluso de edad penal, en su inmensa mayoría hijos de inmigrantes norteafricanos, protagonizan casi la mitad de los robos con violencia que son perpetrados en el centro de la capital. Al menos veinte de ellos están considerados como de máxima peligrosidad, reincidentes en más de quince ocasiones y para los que la ley no consiente siquiera que su nombre figure en los soportes informáticos policiales. Al ser tratados legalmente como niños, no se les puede ni tomar declaración, y mucho menos privar de libertad, ya que en Madrid sólo existen 15 plazas en centros de internamiento para menores. El resultado es que operan en la más absoluta impunidad, sin que la sociedad tenga la menor capacidad de respuesta frente a su proceder. Son chicos a los que estamos permitiendo cursar un master acelerado de delincuencia y criminalidad, porque no disponemos de instrumentos legales para protegernos de ellos ni para detener su carrera y rehabilitarles. Con semejante choque de culturas, y en estas circunstancias, un chaval de 12 años puede resultar más peligroso que un hombre de 40.

Es necesario reconocer que el tratamiento universal de la ley no da una respuesta adecuada a este fenómeno. La ley del Menor, que está siendo discutida en el Senado, tendrá que contemplar las agresiones que un adolescente puede ocasionar a la sociedad para no dejarla indefensa y disponer de mecanismos capaces de reeducarles antes de que alcancen el punto de no retorno y se conviertan en unos criminales irredentos. El aparato social no puede aplicar la política del avestruz a un problema de esta naturaleza. Ha de abrir los ojos y no sólo decir lo que hay que hacer, sino verificar si es posible hacerlo y si se hace. Solamente así aquel padre al que detuvieron por zurrar a su hijo entenderá algo. Solamente así evitaremos que esos cuarenta chicos que asuelan hoy las calles de Madrid sean cuatro mil dentro de unos años.

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