El cabestro furioso
Daban las seis y media de la mañana. La calle Estafeta era no tanto un hervidero como una fritanga de gente. De haber aterrizado de nuevas, se diría que aquel tumulto de acentos, idiomas y vestimentas pertenecía a otros lugares. Como si se tratara del rodaje de una película independiente, el que mejor vocalizaba no estaba. No tenía papel. El adoquinado quedaba adherido a las suelas de los zapatos con la prontitud con que las lenguas se negaban a bajar del paladar. "¿Los toros... aquí?", preguntaba un extranjero en un esfuerzo titánico por sacudirse las huellas de una noche eterna. "Sí señor, por aquí y... a correr". La respuesta la servía un nativo que en ademán políglota movía brazos y antebrazos en rítmicos caracoleos propios de un remero del Volga. Los había de Wisconsin, de Cincinatti, de Wichita y un señor de casi dos metros embadurnado de vino sanguíneo y costroso que no podía hacer nada por disimular su procedencia: ése provenía directamente de OK Corral. La mañana, en definitiva, se anunciaba del revés. La primera noche sanferminera había sido larga. Hora y media más tarde, a las ocho en punto, todo lucía aseado y bien dispuesto. Sin embargo, los estragos de una madrugada de farra tenían que pasar factura y así lo hicieron.
En los corrales de Santo Domingo habían dormido toros del Marqués de Domecq. Ésos eran los nuevos, los que no conocían en qué consistía eso del encierro. Para ellos fue su primera y última visita a Pamplona. A su lado, los cabestros. Éstos, no. Éstos, como los más conspicuos de los corredores, se las saben todas. Por saber, también son expertos en lo que significa la primera noche en fiestas. Sobre todo, uno de ellos: el cabestro furioso.
Resaca
Por las pintas -cornalón, arrogante y con el pelaje manchado y desparejo- se le adivinaba una resaca de importancia. Apenas sonó el cohete, la manada corría en piña camino de la plaza del Ayuntamiento. Fue alcanzar la curva de Mercaderes, primer resbalón, y el manso berrendo que probaba su mal guisado en las carnes del primer mozo. Un susto, no más. Los tres toros que perdieron el equilibrio quedaban rezagados. Poco antes de llegar a la curva de Estafeta, el buey ya no aguantaba más: el dolor de cabeza le llegaba a la punta del cuerno. Y de ello se dio perfecta cuenta el joven que tuvo a mal pagar la cuenta. El cabestro no se limitó a arrollar. Como si se tratara de un bravo burel, apenas sintió en la testuz el cuerpo del corredor, levantó la cabeza y se sacudió el peso en ademán defensivo. El corredor, al suelo. La cosa se quedó en pronóstico menos grave. Segundo susto a cargo del cabestro furioso y resacoso.
En la larga recta que conduce a la curva de Telefónica a través de la bajada de Javier, por fin, se pudieron ver carreras de alta precisión: mozos que, aprovechando los muchos huecos dejados por una manada partida en tres, medían con arrojo, pulcritud y justa distancia el galope retador de los de Domecq. Fieles a la tradición que abastece su divisa, los astados derrotaban contra el vallado y miraban fijos los cuerpos que les salían al paso.
Al final, carreras limpias, recorrido rápido (poco más de tres minutos) y una queja: "La valla se ha abierto muy tarde, cuando faltaban dos minutos para el cohete. Eso ha hecho que la carrera para situarte se juntara con la carrera delante del toro. Imposible". El lamento lo formula Jota y lo subscribe su cuadrilla al completo.
Se acabó el primer encierro y a su paso seis contusionados, un cabestro cabreado y el de O.K. Corral que no daba crédito: "¿Cuándo vuelven a pasar los toros?".
Babelia
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