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El sexto elemento

Hay algunos divertidos códigos que descifran los atascos de la gramática del negocio del cine. No suelen fallar y aplicarlos es tan fácil que asusta, porque siempre desvelan secretos a voces. Por ejemplo, si se abre un ejemplar de la revista multinacional Premiére y en el panel de calificaciones de las críticas de películas hay una que arrastra una lluvia de estrellas en pleno día, conviene erizar las alarmas y poner de punta los pelos de los ojos: no estamos ante un anuncio de la noche de San Leonardo, sino en el primer paso de una operación de astronomía cinematográfica consistente en vendernos un gato vestido de liebre. Con este sistema se dio un curso de camuflaje con El quinto elemento, película incomible pero que se tragó medio mundo, y ahora asoma un sexto o séptimo elemento, el titulado Matrix, que es lo mismo, pero refinado y multiplicado. Si hay lluvia de estrellitas para este último grito de la virguería de los efectos especiales, pies para que os quiero. Este empedernido buscador de cine, por deformación profesional, se metió el otro día a verla en una atiborrada sala y hoy puede aludirla sin miedo a contar al personal adicto sus secretos argumentales, porque no tuvo aguante para verlos. Antes del final estaba ya tan estragado de visualidades que convirtió la nuca en ojo y se marchó, sin conocer la consabida mascletá del desenlace, a la calle en busca de alguna sala medio vacía donde poder volver a ver Solas o Manolito Gafotas o Flores de otro mundo, que no son cosas de otro mundo, sino muy de éste: cine. Hermosa palabra que sobrevive a los chaparrones de estrellitas indicadoras de sextos o séptimos elementos o de cualquier otra hollymemez ajena a la hermosa y, desde hace cinco años, ya secular llamada a la emoción de contemplar, fuera de las estancias de la conciencia, la música indestructible de la verdad.

Cuanto más se aleja en el tiempo, más vigencia cobra la advertencia bíblica que William Faulkner hizo, poco antes de morir, a los escritores jóvenes de su tiempo. Les dijo que abandonaran la tentación de escribir o de filmar o de musicalizar o de pintar lo adjetivo y lo perecedero, y destinaran su esfuerzo a hablar únicamente de lo que importa, que es lo que pervive: las sencillas viejas verdades del corazón, únicas no perecederas, que nos cuentan una y otra vez con emocionante terquedad qué nos ocurre, qué nos iguala con quienes pisaron la tierra antes de que la pisáramos nosotros, qué nos convierte en preludio de quienes echen a andar sobre ella cuando nosotros nos hayamos ido.

Y añadió que toda literatura (o cine o pintura o música) que no indague dentro de estas verdades cordiales, como el orgullo, el sacrificio, el amor, la abnegación, la amistad, la piedad, el honor de la estirpe, estará escrita bajo la maldición de la inanidad de lo efímero. Pero nada hay más efímero que una hollymemez. Échese un vistazo a la espalda y se verán flotar en el vacío, que es su lugar, los restos del naufragio millonario de El quinto elemento, 12 monos, Air Force One, Impacto súbito, Armaggedon, Independence day y tantísimas otras vanguardias bancarias, incluida Parque Jurásico, que el paso de un velocísimo lustro de circo informático ha convertido en una venerable antigualla. Y cuando pase otro lustro, mírese hacia atrás en busca de los despojos del último grito tecnológico de Matrix: quedarán parecidos despojos escoltando al eco de su mensajería de banderín de enganche neofascista encubierto; su tosca conversión del medio en fin; su vómito de trolas futuristas y seudoteologales, obedientes a la llamada del padre de todas estas criaturas, Josef Goebbels, a reducir a elementalidad y a confusión sus escondidos mensajes de enganche ideológico; su beata adopción de la patraña de la lookitis, de la tautología de la mirada por la mirada, que es el umbral de la ideología de la imagen despótica, forma de fascismo contemporáneo que anula la libertad de respuesta del espectador de cine con el apareamiento de una lluvia de vulgares secretos disfrazados de misterios. Brillantes y sofisticados ejercicios de tecnología sin moral. Ladrillos y más ladrillos de los muros de la caverna.

Mientras tanto, con discreción, sin echarse a volar escoltado por estrellitas de papel cuché, la débil criatura llamada cine habrá ganado fuerza, alimentadas sus articulaciones por el flujo de las verdades cordiales y no efímeras de que habló Faulkner. Y algún rincón de hoy, convertido para entonces en ayer, seguirá siendo cobijo amistoso de la gente humana, de sus buenos ratos y sus sinsabores, de sus tragos amargos y de sus hermosas broncas con la tierra que pisa.

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