Heterodoxias alemanas
La bochornosa presentación del comisario alemán Martin Bangemann como asesor de Telefónica es, por supuesto, un flaquísimo favor a la credibilidad de la Comisión y una nueva prueba de que este antiguo dirigente del Partido Liberal alemán tiene un concepto muy poco prusiano de la ética del servicio público. Cualquier funcionario alemán de la vieja escuela se habría poco menos que cortado las venas ante la mera sospecha de haber cometido lo que Bangemann ha confirmado, orgulloso y ufano, haber hecho. Y por supuesto ello habría supuesto la muerte civil del involucrado. Ya no. El escaso rigor, la improvisación y, en ocasiones como la citada, la pura falta de vergüenza son ya también parte de la cultura política de la Alemania moderna. Ni más ni menos que en otros países europeos. También en este sentido los alemanes han cambiado y se alejan cada vez más de aquel cliché tradicional que los caricaturizaba a ojos de amigos y enemigos. También en esto se ha normalizado este país. Pero no sólo eso ha cambiado en Alemania. Afortunadamente.
El jueves, el Bundestag alemán se despidió definitivamente de Bonn, la aldea junto al Rin que durante medio siglo ha sido su capital. Tras las vacaciones estivales, la mayor potencia europea será gobernada ya desde Berlín. No sólo el escenario urbano será distinto. Tienen razón quienes dicen que existe una continuidad institucional y política entre la República de Bonn y la de Berlín y que la segunda no es sino la consecuencia del éxito de la primera. Pero no menos cierto es que mucho será muy distinto, porque ya había cambiado en estos años de transición desde la consecución de la unidad alemana y porque seguirá cambiando con mayor contundencia si cabe. Alemania seguirá su camino hacia la heterodoxia de la mano de esos dos heterodoxos que son Schröder y su ministro de exteriores, Joschka Fischer.
El poder llega a Berlín consciente de que el sistema social de economía de mercado, piedra angular de toda la política de la Alemania democrática de la posguerra, ha tocado techo y sólo puede salvar a largo plazo sus principales rasgos si cambia profundamente. No se trata de una conclusión nueva. Lo realmente nuevo es que, desde la llegada al poder del Gobierno de socialdemócratas y verdes existe un amplio consenso sobre tal necesidad y la urgencia de la misma. Los dos partidos hoy en el Gobierno no habían aceptado esta evidencia hasta que abandonaron la oposición. En este sentido, el final de la era del canciller Helmut Kohl era doblemente necesaria. Por un lado ponía fin a una coalición de democristianos y liberales, bajo la inmensa figura del ya histórico canciller, que había agotado claramente su ciclo y posibilidades. Por otra parte obligaba a socialdemócratas y verdes a ejercer en responsabilidad un poder que les exigía las reformas. La actual oposición no podrá sino apoyar en el fondo, por mucho que critique la forma, de estos cambios. Alemania arrastra un déficit de reformas que la han convertido en uno de los sistemas administrativos, fiscales y legales más anquilosados del continente. El paquete de reformas aprobado hace diez días es otro ejercicio contra la ortodoxia alemana. Rompe con la desesperante parálisis de décadas.
Schröder comenzó su mandato con más errores que aciertos y una descoordinación en su gabinete que causó alarma por doquier. Pero desde entonces mucho de lo sucedido ha hecho casi olvidar aquellos sobresaltos. La despedida de Bonn coincide con la clausura de un semestre de presidencia alemana de la UE que pasará a la historia como uno de los más intensos y probablemente decisivos de la construcción europea. También a la presidencia se puede aplicar el juicio que merece la legislatura, un comienzo dubitativo y un balance general inesperadamente positivo. La desaparición política de Oskar Lafontaine es, sin duda, una de las claves del comienzo de una fase de mayor coherencia. La prolongación de la pugna interna del liderazgo bicéfalo podía haber acabado con este Gobierno antes de conseguir ninguno de sus proyectos. También la guerra de Kosovo y la propia Agencia 2000 eran amenazas para el Gobierno Schröder como quizás para ningún otro en Europa. Y logró conjurarlas abandonando posturas maximalistas en la Agenda. Pieza capital en este éxito que tantos ponían en duda ha sido Joschka Fischer. Su tenacidad y valentía ante las reformas y la guerra han sido determinantes. Y afortunadamente Fischer representa mejor a la nueva Alemania que la patética figura de Bangemann.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.