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Las vacas de Chicago

Chicago ha seguido el ejemplo de Zúrich el pasado año y sus calles se ven invadidas este verano por una proliferación de vacas pintadas en los estilos más variados. Las hay que van de fiesta, con sus collares, pendientes y zapatos de tacón. Otras se calzan unos patines o unos esquís, o simulan actitudes de turista con camisa de flores y cámara fotográfica al cuello. No faltan las que emulan universos plásticos, como las de Dubuffet, Monet o Picasso. Algunas acogen en sus superficies una skyline o un mapamundi. Y la mayor parte están simplemente ahí, con la pintura como único signo de distinción. La iniciativa de Chicago ha despertado, dicen, los celos de Nueva York. Este tipo de propuestas provocan una sonrisa inmediata de los ciudadanos, y especialmente de los turistas, que tocan las vacas-esculturas y, claro, se sacan las correspondientes fotos. No pocos han visto con ironía esta exhibición, un año después de que los Bulls (toros) ganasen la última copa de baloncesto de la NBA. El viernes último, día en que los Spurs de San Antonio consiguieron el preciado trofeo, se veía en los sitios más inverosímiles de Chicago a personas llevando encima camisetas de los Bulls con el número 23 a la espalda, evocando el espíritu de Michael Jordan. Era una manifestación anárquica, silenciosa, nostálgica. Y en todos los rincones, los manifestantes se topaban con las vacas, como incitando aún más el recuerdo. Las vacas de Chicago han robado un poco el protagonismo a las de la vecina Wisconsin, famosas desde que un estudio de la Universidad de Madison las atribuyó un 7,5% de incremento en la producción de leche desde que escuchaban música sinfónica mientras pastaban. A Alessandro Baricco le ha servido el dato para titular parcialmente un libro que recoge varios de sus ensayos sobre temas musicales.

La invasión pacífica de Chicago por las vacas pintadas ha generado también una fuerte polémica, como ha puesto de manifiesto el Chicago Tribune desde sus páginas culturales. El conflicto ha surgido por la inclusión sibilina y publicitaria en algunas pinturas de logotipos o alusiones comerciales, algo que muchos no ven del todo bien, tratándose como se trata de una propuesta de arte público en lugares céntricos. ¿Cómo se delimitan las fronteras entre arte y publicidad? Espinosa cuestión, y más si se cuenta con una presencia determinante de patrocinio privado. La correspondencia entre vicios privados y virtudes públicas no parece que encuentre una salida cómoda en esta ocasión.

Las grandes ciudades se enriquecen con exposiciones que rompan la rutina cotidiana e irrumpan en espacios transitados con elementos de humor y un poco de provocación. Es una lástima que el fino escritor Félix de Azúa no haya incluido un ensayo sobre Chicago en su reciente libro sobre las ciudades, después de los perspicaces comentarios que ha dedicado a Nápoles o Salzburgo. Una ciudad como Chicago bien merece ser contemplada una y otra vez, entre otras razones, porque representa el corazón secreto de Estados Unidos, el esplendor fascinante de una mezcla de factores humanos que conviven democráticamente desde las contradicciones más sugerentes. Valga como muestra de este juego de espejos la constatación de que sea precisamente en la ciudad del blues donde tiene su sede una de las orquestas más fabulosas del planeta, la Sinfónica de Chicago, dirigida actualmente por Daniel Barenboim, con Pierre Boulez como principal director invitado.

En Chicago, la comunidad que más ha crecido en la última década ha sido la hispana o, si se prefiere, la latina -un 87%, frente a un 7,6% del resto-, con lo que su población se sitúa en más de un millón de personas, por encima de las de Miami y San Francisco, aunque sin llegar a los más de dos millones de Nueva York y a los más de cuatro millones de Los Ángeles. Hace poco más de un mes, la Universidad Loyola de Chicago organizó unas jornadas sobre la lengua española en las que participaron desde Carlos Fuentes hasta Ángeles Mastretta, y en las que se realizó una agitada mesa redonda sobre el espanglish, esa peculiar manifestación lingüística que lleva a decir lunchear por comer, entre otras lindezas. La cultura de habla hispana está pisando últimamente con mayor fuerza en Chicago, y en ese contexto ha sido bien acogido el suplemento cultural del semanario La Raza -la publicación con mayor tirada, más de 150.000 ejemplares, de las que existen en español en Chicago- con un relato inédito de Mario Benedetti, o especiales dedicados a Carlos Fuentes -un ídolo en Chicago; no en vano, la colonia mexicana representa el 69% de la población hispana- o a Carlos Gardel. También se da en Chicago ese fenómeno enriquecedor del mestizaje, del que escribía el domingo pasado Vargas Llosa en EL PAÍS refiriéndose a California. Esta convivencia de culturas, como las polémicas sobre arte público o sobre lenguajes de uso, contribuye a desarrollar la vitalidad cultural de la ciudad. La tolerancia sale ganando. ¿Y las vacas? Pues ahí siguen hasta finales de octubre, tan ricamente.

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