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La política como boxeo

Las elecciones del 13-J permitían a los dos grandes partidos sentirse satisfechos y, a la vez, los obligaban a ser prudentes. El PP, sin duda vencedor, perdía las esperanzas de una futura mayoría absoluta e incluso suficiente para hacer de su capa un sayo. El PSOE, aunque acortaba distancias y ganaba posiciones de poder local y autonómico, continuaba en segundo lugar. Los resultados electorales en Cataluña y Galicia, aún con muy diferentes beneficiarios, muestran que la específica conciencia del hecho diferencial es más profunda y extensa que el propio nacionalismo que le sirvió de fermento. En cuanto al País Vasco, la extremada fragmentación posibilitaba y aconsejaba un pacto multilateral que facilitara y prefigurara el consenso allí necesario. De ahí que muchos ingenuos confiáramos en un debate sobre el estado de la Nación que substituyera la ya tradicional yuxtaposición de monólogos de acritud creciente, por un diálogo mínimamente constructivo del que pudieran surgir principios de acuerdo más amplios que los pactos de legislatura ya existentes y con mayor alcance en cuanto a la política de Estado se refiera. Una vez más, la esperanza ha sido vana y, lo que es más grave, los comentaristas que hacen la opinión que pudiera condicionar las actitudes políticas han preferido valorar el pugilato en vez de exigir el común esfuerzo. El Presidente del Gobierno ganó por puntos, a juicio de la mayoría, y el líder socialista consolidó su posición y mejoró la de su propio partido. Vascos y catalanistas se distanciaron del Gobierno y éste mejoró sus relaciones con los canarios. Pero, más allá de la confrontación principal y las estrategias derivadas, no queda nada. Los protagonistas del debate han preferido hacer alarde de su fuerza que ponerla al servicio de algo más importante que ellos mismos.

Las resoluciones aprobadas al final por la Cámara y que, como es sabido, raramente se cumplen, han servido para mostrar la falta de acuerdos entre populares y socialistas y la utilización de la mayoría relativa para disciplinar, con premios y castigos, a la medida de la situación, sus relaciones con los minoritarios. Sin embargo, sobre la gran cuestión de Estado que, como tal, enunciado y anunciada por el Gobierno y que así debiera haber sido tratada, el proceso de paz, prefiguración de la normalización institucional en el País Vasco, sólo quedó la frustración. Y al parecer, en virtud de dos obstáculos que una habilidad mediana hubiera podido sortear.

En efecto, una resolución consensuada sobre la cuestión tropezó, ante todo, con el tema de la política penitenciaria y, en segundo término, con la idea recurrente del nuevo foro de fuerzas políticas vascas. Lo primero es la consecuencia de no haber puesto en práctica los caminos de política penitenciaria unánimemente acordados ya en dos ocasiones por el Congreso o, lo que es aún peor, haber adoptado medidas de política penitenciaria sin la suficiente puesta en escena para ser tomadas como tal. A mi juicio, el Gobierno no es, en este campo, tan inmovilista como parece; pero lo cierto es que se empeña en parecerlo y no puede extrañar que no obtenga el respaldo necesario para reiterar las resoluciones que pasan, después, por papel mojado.

En cuanto a lo segundo, si algo es evidente es que los diferentes foros y frentes oficiales y oficiosos que han ido protagonizando la política vasca, sin negar la utilidad que en su momento hayan podido tener, tanto global como frente a determinados sectores de opinión, carecen del vigor necesario para encarar el futuro. De ahí la utilidad de la nueva Mesa, como la que en su día propusiera el Lehendakari Ardanza y tan frívolamente se rechazó. Que esta nueva Mesa hubiera sido lanzada ahora desde las Cortes Generales creo que hubiera sido un triunfo del Estado y no, precisamente, síntoma de su disgregación. Pero es claro que no todos los púgiles son estadistas.

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