Selectividad
García Márquez y Tito Livio, un fresco de Rafael y la iglesia bizantina de San Vital de Rávena: ésos son algunos de los temas con los que han tenido que forcejear los alumnos de COU en su examen de selectividad de este año. Dependiendo de si llegaban muy, poco o nada preparados a la cita, esas preguntas habrán sido un pequeño trámite, una gran suerte o una tragedia inmensa, de modo que esta batalla dejará lo que dejan todas, un saldo de ganadores y otro de perdedores. Personalmente, hoy prefiero acordarme de los segundos, señalar que ya estamos en la época de las vacaciones y que Madrid no sólo se llena de piscinas y terrazas, de colegios desiertos y universidades vacías, sino también de tristes academias y profesores particulares, de veranos sin playa y niños castigados. El de los estudiantes suspendidos es un asunto que puede parecer trivial cuando se mira desde lejos y resulta espantoso visto de cerca. ¿Qué significa para un joven y para su familia el fracaso escolar? Depende de las esperanzas que cada uno hubiese puesto en ello, pero en algunos casos se convierte en una desgracia que lo ocupa y lo mancha todo, que altera planes y levanta sospechas, hace imaginar un futuro peor y una vida más dura. Mientras piensan en eso, los hijos y los padres intentan averiguar qué es lo que ha pasado y cuál es la solución. Quizá tampoco estaría de más preguntarse si son ellos los únicos culpables del desastre: naturalmente, hay alumnos torpes o vagos, chicas y chicos que no pueden entender el contenido de las materias, que son abrasados por los nervios o carecen de capacidad de concentración, tipos sin interés ni ganas y sólidos aspirantes al cretino que van a ser de mayores; hay padres que no se preocupan o no tienen tiempo o preparación suficientes; hay, también, profesores igual de vagos e ineptos que sus peores pupilos, gente con alma de burócrata y métodos inservibles que aparenta un desinterés escalofriante hacia su tarea y da la sensación de haber olvidado la responsabilidad que se ha puesto en sus manos, de no considerarla un deber esencial o un compromiso, sino nada más que un trabajo como otro cualquiera. Detrás de un niño que no entiende, suele haber un maestro que no sabe explicarse.
Y luego están los planes de estudios. En el caso de la rama de letras y de la asignatura de literatura, para mí es evidente que todo se hace, desde el principio, al revés: por lo general, a los niños se les obliga a leer el Poema de mio Cid, el Libro de buen amor o La Celestina cuando tienen diez u once años y, con mucha suerte, Zalacaín el aventurero a los diecisiete. Es una barbaridad de consecuencias catastróficas, porque no puede existir en este planeta un chaval de menos de catorce años a quien las maravillosas obras del Arcipreste de Hita o Gonzalo de Rojas no le parezcan un ladrillo insufrible a esa edad y estoy seguro de que hay muy pocos a los que no les vaya a divertir la novela de Pío Baroja. Con la obstinada e ilógica defensa de la organización por siglos, se consigue matar dos pájaros de un tiro: la mayoría, sacarán hoy una mala nota y se alejarán para siempre de los libros, fatalmente identificados con el aburrimiento y la dificultad.
De las especialidades de ciencias no sé mucho, pero el enunciado de una de las preguntas de selectividad reproducido anteayer en EL PAÍS, ponía los pelos de punta: "Compare de forma razonada la tendencia del acetaldehído y el etileno a reaccionar con un reactivo nucleófilo". Si lo miras dos veces, te das cuenta de que el fondo de la cuestión debe de ser bastante claro para un aprendiz de físico o químico, pero la forma en que los examinadores lo redactaron hace pensar en aquella anécdota de un crítico literario de principios de siglo que al reseñar los versos modernistas "¡Qué púberes canéforas irradia la crisálida!", lo hizo exclamando: "¡Caramba! ¡No entiendo ni la palabra qué!".
Hoy han empezado dos épocas del año. La de los triunfadores y la de los vencidos. Para los primeros, estará hecha de días brillantes y noches tal vez románticas. Para los segundos, de mañanas demasiado calurosas y tardes interminables. Por fortuna, unos y otros están aún muy al principio, en la parte de sus vidas en que todo puede enderezarse, pero su situación actual es tan opuesta que mientras los que han pasado el obstáculo sólo necesitan que los feliciten, los que cayeron necesitan algo mucho más delicado: que los ayuden.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.