Los supervivientes de la última matanza serbia
Los paramilitares matarona dos adultos y cinco niños de una familia albanesa cuando las tropas aliadas estaban ya entrando en Kosovo
ENVIADO ESPECIALCuando Médicos Sin Fronteras llegó hace una semana al hospital de Pec sólo encontró a cinco personas, dos enfermeras y tres pacientes, aterradas y ocultas en una de las habitaciones. Los serbios, que lo habían militarizado durante la guerra, se llevaron en su huida todo lo que tenía alguna utilidad. Salvo una montaña de medicinas tiradas por el suelo, fruto del saqueo de las farmacias propiedad de los albaneses, que el nuevo personal sanitario se afana ahora en clasificar.
El centro ha entrado otra vez en funcionamiento, pero carece de anestesista, por lo que es preciso evacuar a quienes necesitan de una operación, pero los relojes siguen parados a la misma hora. Las 11.15. El momento exacto en que se cortó el fluido eléctrico.
Una de las pacientes a quienes encontraron los cooperantes internacionales es Alise Bala, una albanokosovar de 38 años, aunque aparenta más edad. Allí sigue todavía, compartiendo habitación con otras tres mujeres. Bajo el camisón marrón, una venda le cubre el pecho y los brazos, marcados por una ráfaga de disparos que estuvo a punto de acabar con su vida. La historia de Alise es tan brutal, y ella la cuenta con tanta calma, que uno pensaría que se ha vuelto loca, y no le falta razón para ello, si no la ratificaran su marido y numerosos vecinos, y no hubiera visitado el lugar donde se consumó la tragedia.
Ocurrió el sábado 12 de junio a las nueve de la noche. A esa hora, las tropas rusas habían tomado ya el aeropuerto de Pristina y los soldados británicos, americanos, alemanes y franceses se disponían a cruzar la frontera de Kosovo.
Hacía ya tres días que el comandante de la Kfor Michael Jackson había firmado con los generales yugoslavos el acuerdo que ponía fin a la guerra y Javier Solana había ordenado la suspensión de los bombardeos de la OTAN.
Con este panorama aparentemente tranquilizador, la familia Bala se disponía a cenar. Los Bala estaban entre los albanokosovares acomodados. Eran propietarios de una carnicería y vivían en una casa de dos plantas en un barrio céntrico y elegante de Pec, muy cerca de donde se encuentra la sede de ACNUR.
Dentro de la casa estaban en ese momento Alise, su marido, Isa, de 40 años, y sus cuatro hijos, tres niños, Hajri, Veton y Agon, de 12, 9 y 6 años, y una niña, Dardane, de 6. Les acompañaba su cuñado, Musa, de 31 años, la mujer de éste, Violsa, de 28, y los tres hijos de ambos, Rima y Nita, dos niñas de 7 y 5 años, y Roni, un niño de 4. También estaba la abuela, que padece un trastorno mental.
Se escucharon unos fuertes golpes en la puerta e Isa bajó a abrir. Eran dos hombres de uniforme, armados con fusiles automáticos, que le exigieron la entrega inmediata de todo el dinero. Isa les entregó 3.000 marcos y se alejaron para reunirse con otros seis individuos que aguardaban a unos metros de distancia. Regresaron al cabo de unos minutos para decirle que su jefe no estaba satisfecho. Decían que era rico y tenía mucho más dinero en casa. Isa se acercó para hablar con el que mandaba el grupo y pudo reconocerlo: era Nebojsha Minic, el cabecilla de los paramilitares serbios de Pec.
Volvieron a la casa y las amenazas fueron subiendo de tono. Isa les dio otros 4.900 marcos para calmarlos. Pero no fue suficiente. Cada vez más excitados, reunieron a los presentes en el salón y preguntaron si faltaba alguien, a lo que contestaron que no. Les hicieron quitarse los anillos, collares y pendientes. Luego apartaron del grupo a Musa y Violsa. Ella fue violada y asesinada en una habitación contigua. A él se lo llevaron secuestrado. Cinco días después apareció muerto.
Los dos paramilitares se situaron frente a los demás miembros de la familia, sentados en el sofá, y les gritaron: "¿No queríais OTAN? Pues ahora vamos a matar a todas las mujeres, los niños y los viejos y vamos a destruirlo todo".
Los disparos de fusil acabaron con la vida de tres de los cuatro hijos de Alise, Hajri, Dardane y Agon, y de dos de sus tres sobrinos, Rima y Nita. La ráfaga abrió en dos mitades la frágil cabeza rubia de Dardane y la pequeña Nita murió al día siguiente en el hospital. Isa salvó su vida y la de Veton. Se arrastró hasta la terraza y saltó a la calle desde el primer piso, consiguiendo huir al amparo de la oscuridad. Roni se libró de la muerte refugiándose bajo la falda de su abuela, que también salió indemne, ya que los asesinos no le prestaron atención. En total, siete muertos. De ellos, cinco niños, el menor de cuatro cuatro años y el mayor de 12.
Tan seguros estaban los criminales de su impunidad que, una vez consumada la tragedia, regresaron para lanzar dos granadas a la entrada de la casa, aunque su efecto quedó amortiguado por la escalera. Isa se escondió con su hijo en la vivienda de un vecino y volvió a la mañana siguiente para hacerse cargo de los muertos y los heridos. Alise consiguió salir a rastras y ocultarse también con unos amigos. Al día siguiente se presentó en el hospital, donde un médico serbio, cuyo nombre recuerda perfectamente, el doctor Ivica, la operó con urgencia de sus heridas con notable éxito. Era el domingo 13. El lunes, el Ejército serbio, y con él los médicos del hospital, salían de Pec. Veinticuatro horas después entraban las tropas de la OTAN.
La delegada de ACNUR Laura Boldrini ha denunciado este caso ante los agentes de policía italianos, que acompañan a la brigada de Kfor en Pec, y ante el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas.
Hay varias razones para que el crimen no quede impune. A diferencia de otras matanzas, ésta fue cometida cuando la guerra había terminado y los soldados y paramilitares yugoslavos estaban en plena retirada. Quizá si la OTAN se hubiera dado más prisa en su despliegue, no habría llegado a perpetrarse. Además, se conoce la identidad de su principal responsable, Nebojsha Minic, presumiblemente huido a Serbia, e Isa asegura que los vecinos pueden aportar los nombres de quienes le acompañaban. Lo más importante, al fin, es que hay supervivientes y, por tanto, testigos capaces de acusarles ante los tribunales.
Es difícil saber qué pasa por la mente de Isa, Alise y Veton. Sólo 12 días después de la tragedia, el padre, acompañado por su único hijo vivo, que no se le separa un momento, ha empezado a reconstruir la casa. El salón está ya pintado de blanco, aunque en la pared se adivinan, bajo la masilla, más de veinte impactos. Quedan también los agujeros dejados por los proyectiles en el sofá y en los cristales de las ventanas y algunas manchas de sangre en la terraza. Es evidente que lo que queda de la familia Bala no está dispuesta a abandonar su hogar ni su tierra. Pero la sorprendente serenidad de que hacen gala, que sólo parece quebrarse cuando el padre enseña las fotos de sus hijos, sus sobrinos y su hermano y cuñada muertos, durante unas vacaciones en la playa o en una jornada en el campo, no significa que olviden. Por algún lugar desbordará tanto sufrimiento.
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