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La historia revisa sin pasión la figura del emperador

La reapertura de la Domus Aurea tras el largo proceso de restauración y su apertura al público de forma parcial ha sido un buen pretexto para recordar la biografía de Nerón, un emperador denostado por la leyenda al que la historia empieza a hacer justicia. A estas alturas ningún estudioso mantiene la hipótesis de que fuera el propio Nerón quien ordenara por puro capricho incendiar Roma en el año 64 después de Jesucristo. Al contrario, el emperador, horrorizado de la magnitud de las llamas que se iniciaron en el almacén del Circo Massimo, se mostró muy diligente a la hora de socorrer a los romanos que perdieron sus hogares. Aun así, sus enfrentamientos con el Senado y su política represiva contra los cristianos -algunos de los cuales terminaron como antorchas humanas iluminando trágicamente las vías de acceso a Roma- contribuyeron a crear, con cierta justicia, la fama de dictador cruel que se asocia al emperador Nerón.

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Personajes como el historiador romano Tácito, que detestaba a Nerón, o cristianos como Tertuliano o san Agustín, que veían en el emperador poco menos que al Anticristo, han sido decisivos en la reputación histórica de un emperador asociado para siempre a los viejos grabados que le mostraban tocando la lira y en pleno éxtasis ante la visión de la Ciudad Eterna ardiendo por los cuatro costados. Esta imagen se ha prolongado con las versiones de cine y televisión.

Aparte de casos excepcionales, como Napoléon, que veía en Nerón a un populista, la figura del emperador romano no ha sido revisada con criterios de mayor ecuanimidad hasta nuestro siglo.

Precisamente, la reapertura de la Domus Aurea coincide con la publicación de un nuevo volumen biográfico ilustrado, Nerone, de la arqueóloga Marisa Ranieri, que presenta la figura de Nerón como la del primer emperador romano que supo entender la seducción del modelo oriental.

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