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La chispa de la vida

KOLDO UNCETA Junto a Marilyn Monroe, los Beatles, o el Che Guevara, la Coca-Cola representa sin duda uno de las señas de identidad de este siglo XX que se nos acaba. Un símbolo que ahora se tambalea, supuestamente por culpa de unos pesticidas utilizados para fumigar los pallets donde se almacenaban las latas de la bebida y que han provocado la hospitalización de más de un centenar de personas en Bélgica. La Coca-Cola ha representado tal vez mejor que ninguna otra cosa el símbolo de la creciente globalización cultural, de la uniformización de hábitos y costumbres a lo largo y ancho de nuestro mundo. La Coca-Cola ha trascendido por encima de creencias religiosas, de razas, de lenguas, de climas. El desierto del Sahara, Nueva York, la cordillera del Himalaya, o la selva amazónica delimitan la amplia geografía sobre la que ha reinado durante las últimas décadas la bebida más exitosa del siglo. Junto a los pantalones vaqueros, la Coca-Cola fue también la avanzadilla, casi como el caballo de Troya, de la penetración de la cultura occidental en las cerradas sociedades del Este de Europa y de China. Antes de su caída definitiva, el socialismo hubo de hacer un hueco a la Coca-Cola y admitir que la misma se bebiera desde Moscú hasta Vladivostok, ya fuera sola o acompañada de vodka. La Coca-Cola ha sido también la representación del poder empresarial, de la capacidad de un grupo privado para influir en decisiones políticas que afectaran a sus intereses. La última y más sonada fue la presión ejercida sobre el Comité Olímpico Internacional (COI) para lograr que los Juegos del 96 se disputaran en Atlanta, ciudad cuna de la marca, asegurándose así un filón económico y acabando de golpe con la ilusión griega de que el centenario de las olimpiadas modernas se celebrara en Atenas. Se mire por donde se mire, la Coca-Cola ha sido y es parte nuestras vidas. No se sabe si es buena o si es mala. No se sabe de qué está hecha exactamente, y la fórmula de su composición constituye una leyenda equiparable al misterio que rodea al asesinato de John F. Kennedy. Pero no importa. Millones de personas la beben y la seguirán bebiendo. Unos cuantos miles de millones de dólares en publicidad lograrán contrarrestar los efectos de esta crisis, que ha sido la principal que ha sufrido la marca desde su surgimiento. Algunos periódicos belgas ya empiezan a insinuar que detrás de todo este affaire puede haber un caso de sabotaje industrial. Vamos, que agentes de la competencia se habrían infiltrado en algún punto del ciclo de producción de Coca-Cola y serían los causantes del desastre. Y habrá nuevas interpretaciones. Al tiempo. A fin de cuentas, es mucho lo que está en juego. Mientras tanto los consumidores asisten perplejos al festival de denuncias que se está produciendo sobre alimentos y bebidas manipulados, contaminados o desnaturalizados. Habíamos dejado de comer pollos y vacas, huevos y mantequillas. Nos quedaba el consuelo de la Coca-Cola. Ya ni eso.

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