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¡Mucha mierda!

Vicente Molina Foix

Durante varias semanas trabajé en un despacho junto a las cenizas de Andrés Mejuto, a quien meses antes había visto ensayar y representar La Orestíada en un montaje del Centro Dramático Nacional; al morir, y no recuerdo ahora por qué dificultad familiar, sus restos quedaron temporalmente depositados en el teatro María Guerrero, sede del Centro. Qué gran actor de cine y teatro fue Mejuto, y qué pocos conocen hoy su nombre. ¿Y el de Maruchi Fresno, el de Asunción Sancho? A la primera la vi en la Filmoteca Española sentada entre el público de su película de 1940 La última falla, una agradable comedia semivalenciana de Perojo escrita por Miguel Mihura, y, al final de la proyección, los pocos fans que la habíamos reconocido nos limitamos a acompañar con una sonrisa de agradecimiento su salida en solitario de la sala, tan elegante como entonces, aunque apoyada ahora en un bastón al andar. Asunción Sancho habló hace días vigorosamente en un acto de apoyo a Cristina Almeida, pero a ella, otra leyenda del teatro español, la sabía al menos en activo: fue, a finales del año pasado, una de las grandes cosas del montaje que José Carlos Plaza hizo de Crimen y castigo. Son personas mayores, muy mayores, y están felices y esperamos que largamente vivas, como bastantes grandes rostros más de nuestra galería de artistas del espectáculo: algunos tomaron la decisión de retirarse, otros ya recibieron la visita de la muerte (que en el último otoño desplegó una funesta actividad: Rafael Alonso, Ángel Picazo, Margot Cottens, Luis Prendes), pero me temo que hay muchos veteranos llenos aún de genio y energía dispuestos a un trabajo para el que nadie les llama. La vejez. El olvido. Dos conceptos que indolentemente nos hemos resignado a mezclar. Lo curioso, lo trágico, es que ese estado de limbo al que numerosos artistas viejos se ven confinados es más cruel con los que en su momento de esplendor fueron más adorados. Al pintor se le compra la obra restante para abrirle un museo en su pueblo, al poeta le cae la Academia o el Príncipe de Asturias, y el músico, junto con los escritores de cualquier género, goza de unos derechos de autor que pueden endulzar sus años de decadencia. ¿Qué premios de cuantía, qué fundación, museo o prebenda distingue a los rostros del sueño colectivo de las masas? Así somos los públicos del cine y el teatro; aplaudiendo un día a rabiar y aguantando cola bajo la lluvia para ver a la gran figura, y al siguiente, verdugos impasibles de una ejecución prematura.

El actor, que lo sabe, es un gran fatalista. Así me explico esos extraños usos supersticiosos de los teatreros, que quedan demudados si se te ocurre sentarte en la primera fila con un jersey amarillo; Molière murió en escena llevando una ropilla de ese color, y desde entonces, dicen, el amarillo está reñido con el arte de Talía. En Gran Bretaña, el título de Macbeth trae mal fario, por lo que la tragedia se conoce como The scottish play (La obra escocesa), y si algún incauto lo pronuncia fuera de las tablas habrá de dar dos vueltas a la manzana del teatro como exorcismo. Y luego está la brutal manera de desearse éxito entre colegas antes del estreno. Franceses y españoles se tiran "¡mierda!" encima, mientras que los ingleses, más circunspectos, dicen "break a leg!" ("¡rómpete una pierna"), un conjuro que, invocando a la mala suerte, permitirá la buena.

El arte que se basa en el gesto, en la figura, es el más efímero. Pero para mí que en España la pérdida de memoria respecto a los artistas del espectáculo es especialmente ruin. Me impresionó una vez en París que sólo apareciendo en escena, antes de hablar, el público de un gran teatro rompiera en aplausos a Michèle Morgan. Yo lo había ido a ver en gran parte porque creía que esa mujer que me fascinó en películas de Carné o René Clair estaba muerta o retirada. Cuando paró el aplauso -la cortesía del espectador agradecido por muchos años de placer-, la Morgan, a quien daba réplica otro gran veterano hace poco fallecido, Jean Marais, empezó a interpretar maravillosamente. Entonces me di cuenta de que yo, en mitad de la fila doce, llevaba una corbata amarilla. Nadie se rompió nada en aquella función de Cocteau. Y me da que la merde en algunos países afortunados huele mejor que la nuestra.

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