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Música y poetas

En versos perdurables, Jorge Manrique habla, refiriéndose a los cortesanos y las fiestas de su niñez, de cuando reinaba el apacible don JuanII, de "las músicas acordadas / que tañían". El más severo poeta español, poeta de cincel y mármol, no era, pues, indiferente a los conjuros de la música. Son más los poetas que aman la música que aquellos que la desdeñan o se muestran indiferentes. José Hierro ama la música hasta el punto de que no puede ocultar ese amor: todas las pasiones verdaderas acaban siendo públicas. La antología Música, que han editado el Fondo de Cultura Económica y la Universidad de Alcalá, es ejemplo suficiente de esa melomanía; en ella se recogen sus poemas relacionados con la música o los músicos y el repertorio es impresionante: comparecen ante el lector Bach, Brahms, Beethoven, Chopin, Haendel, Mozart, Palestrina, Schubert, Schumann, Verdi, Tomás Luis de Vitoria, pero también cantantes como Mahalia Jackson y Miguel de Molina, y formas melódicas muy diversas, como la habanera, el mambo y la rapsodia en blue o la canción de cuna, si bien ésta en su imposible función de "dormir a un preso", ese magistral poema que el poeta compuso en los años más oscuros. Algunos de los mejores versos de Hierro -acabo de sugerirlo- se encuentran en este libro hermoso y lleno de incitaciones, que hablan de un poeta y de un melómano. El autor de Cuaderno de Nueva York se suma así a los grandes poetas españoles -él es uno de ellos- que han hecho de la música materia temática o módulo compositivo de sus versos. Por venir al siglo XX, es sabido que Juan Ramón Jiménez era un puntual melómano; de hecho, su obra maestra, Espacio, está concebida al modo de la música de Mozart o Prokofiev, esto es, y según sus palabras, "como una sucesión de hermosura más o menos inexplicable y deleitosa". Lorca estudió música, llegó a componer algunas piezas, rescató y armonizó antiguas canciones populares, conocía bien el flamenco, y, sobre todo, vertebró muchos de sus poemas en formas plenamente musicales por su factura misma. Además de eso, dedicó un libro al cante jondo y celebró con magníficos sonetos a Manuel de Falla y a Isaac Albéniz. También fue Luis Cernuda amante sin pausa de la música, amigo fiel de la sala de conciertos, donde, como decía, "aún puede el hombre dejar que su mente humillada se ennoblezca". La expresión suma de ese ennoblecimiento residía para él en el arte de Mozart, esencia misma de la música. Pero también se rindió al fulgor de Wagner cuando en uno de sus mejores poemas se proyecta en la persona del rey Luis de Baviera, a quien sorprende escuchando Lohengrin. No quiere uno agobiar al lector con erudiciones, que a lo mejor ni lo son. Llamamos sólo la atención sobre la vigencia del diálogo entre dos formas artísticas. Dice Hierro, en la nota preliminar a sus poemas musicales, que la poesía es "la gran vampira", pues se alimenta de sangre ajena: le roba las estructuras a la arquitectura, el volumen a la escultura, el color a la pintura, los elementos narrativos a la prosa, y el ritmo a la música. Bienvenido sea ese vampirismo si da los resultados que da en una obra como la suya. Naturalmente, a la inversa podrían aducirse razonamientos similares, sobre todo los referentes a la apropiación que de la poesía hace la música. Pero no vamos a abundar de nuevo en erudiciones. No es el objeto de esta nota, que pretende dejar sólo constancia de los espléndidos poemas que música y músicos han inspirado a uno de nuestros mayores poetas vivos. Si yo tuviera que elegir un poema, sólo uno, de los 18 que integran este volumen -ardua elección-, me quedaría con el conmovedor Brahms, Clara, Schumann, donde se cuenta cómo el ya viejo Brahms quiso asistir al funeral de la que fue su amor imposible, pues era la mujer de Schumann, pero no llegó a asistir porque se durmió en el tren que lo llevaba a la última despedida. Puede ser, dice el gran músico en el poema, "que sólo hubiese amado a mi propio amor, / el amor que te tuve, Clara, amor mío".

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