Efectos naturales
Todo se perfiló nítido y claro anoche en La Peineta. A pesar de ciertas dificultades en el acceso, el recinto daba muestras de ser el más apropiado. La imponente fachada de hormigón deja, al entrar, un espacio apto para la expansión a pleno pulmón. El escenario se imponía con simplicidad ante un claro horizonte de nubes lejanas. La pista de atletismo, rodeada de zonas de césped y árboles alineados ante el vacío, enmarcaban el entorno. El público que fue llenando la pista central y las gradas, con una media de 30 años, se veía en su mayoría aseado y sonriente.Estaba todavía claro cuando a las nueve y media de la noche entraron por la pista lateral hasta el borde del escenario varias furgonetas oscuras y un par de coches de lujo. Las ya cerca de 20.000 personas que esperaban a Bruce Springsteen dieron sus primeras señales de entusiasmo. Menos de cinco minutos después saltaba toda la banda al escenario. Springsteen, con unos vaqueros oscuros y una camisa color cereza remangada. Empezó entonces un espectáculo que se prolongaría a lo largo de las casi tres horas de concierto. Parecía que el público quería atrapar en el aire la música que salía como un vendaval de dos muros de altavoces. Varios miles de brazos desnudos se levantaron una y otra vez para gritar, bailar, arengar y aplaudir a un rockero que sabía y quería hacerlos suyos.
Sergio López, de 24 años, de Alcorcón, envuelto en una bandera de barras y estrellas con un retraro de Bruce Springsteen, se preparaba para gozar hasta el último detalle. "Me gusta Springsteen desde que tenía 14 años. Me perdí el último concierto y me dijeron que fue buenísimo. Me moría si no venía a éste", dijo. En aquella ocasión no había logrado reunir el dinero de la entrada. Ahora hizo un esfuerzo para conseguirlo. Pero este fan no cometería el error de ir a las primeras filas. "Ya he estado ahí otras veces, y al final hay mucho follón y no escuchas bien las canciones. Yo ahora quiero escucharlo y verlo todo hasta el mínimo detalle".
Todo contribuía a esa exhibición de entusiasmo. Si bien el recinto estaba lleno, la mayoría parecía estar cómoda. Una masa serena y uniforme de cabezas parecía atestiguarlo. Dos pantallas de vídeo con una imagen de una calidad excepcional, sumadas a unas buenas cámaras que hacían una especie de documental en tiempo real, contribuyeron a que la noche se desarrollara dentro de la más despreocupada alegría. Factores secundarios como la venta de cerveza sin alcohol y los estómagos ligeros (100 gramos de patatas fritas costaban el equivalente a dos kilos) aliviaron aún más el ambiente.
Tras dos horas de concierto y de una primera salida del escenario, los pataleos de júbilo reclamaron al ídolo otra vez. No parecía cansado. Los otros miles, tampoco. Seguían los brazos desnudos elevándose como al principio hacia la brisa fresca de la medianoche. Una noche de aire puro, música pura y alegría espontánea. Efectos naturales; costosos, pero sin aditivos.
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