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Jordi Maragall: una vocación truncada FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

Con la muerte de Jordi Maragall ha desaparecido uno de los últimos miembros de una generación de intelectuales -filósofos, historiadores y críticos literarios- cuya vocación se vio truncada por causa de la guerra civil. De muy jóvenes, recién acabados sus estudios de licenciatura en la Universidad, sobrevino la terrible catástrofe que provocó un giro no previsto unos años antes, en los tiempos del entusiasmo que generó el 14 de abril de 1931. Este inesperado cambio marcó para siempre sus vidas y provocó, en todos ellos, una amargura que los años no ayudaron a curar. Ciertamente, las situaciones fueron muchas y muy distintas. Algunos, como Eduardo Nicol, Domènec Casanovas, Ferrater Mora y Miquel Batllori, optaron por el exilio y pudieron, alejados de su país, seguir ejerciendo su vocación intelectual. Otros optaron por seguir su camino en la Cataluña de la época, con todas las limitaciones que se les imponían. De ellos, quizá el único que cumplió con creces las expectativas que tenía fue Vicens Vives, cuya prematura muerte a los 50 años de edad hace casi increíble el volumen de su obra y, sobre todo, la decisiva influencia que tuvo en toda la generación siguiente, incluso más allá del círculo estricto de sus colegas historiadores. Otros permanecieron en un exilio interior que les permitió una vida profesional ligada a su vocación primera, aunque sin la plenitud que hubieran deseado. Es el caso de Guillermo Díaz Plaja, de Joan Teixidor, de Eduard Valentí Fiol y de Carme Serrallonga. Finalmente, hay un tercer grupo en el que el divorcio entre su vocación y la profesión a la que la vida les condujo fue más frustrante. Es el caso de dos íntimos amigos, Pep Calsamiglia y Jordi Maragall. Calsamiglia aún pudo seguir conectado con el mundo intelectual a través de su labor diaria en Editorial Ariel, que tuvo una gran influencia en el mundo del derecho, la economía y, en general, las ciencias sociales de aquellos sombríos años del franquismo. Un estudio de las publicaciones del Ariel de entonces nos ayudaría a comprender el mundo intelectual de aquella época y, sobre todo, su desarrollo posterior hasta hoy. Detrás de todo ello estaba un hombre animoso y cordial como Pep Calsamiglia, que nunca dejó de leer y de estar al día en el mundo del pensamiento. Pero el divorcio entre profesión y vocación fue todavía más acentuado en Jordi Maragall, cuya pasión por la filosofía y el conocimiento, que tampoco cesó nunca, tuvo que refugiarse en esporádicas reflexiones en revistas y diarios, y muy especialmente en conversaciones y tertulias con sus amigos de siempre, como Calsamiglia, Joan Teixidor, Joan Rubert, Tomás Garcés y J. M. Ballarín; con visitantes ilustres, como Aranguren, Bergamín, Lanza del Vasto y Arturo Soria, y con jóvenes de generaciones posteriores, como Lorenzo Gomis, José M. Valverde, González Casanova, Alfonso Comín, Lluís Izquierdo y Xavier Rubert. Para muchos, Jordi Maragall fue un maestro y ejerció, a su manera, como tal, pero las circunstancias de su vida le impidieron desarrollar una obra acabada, sistemática, sólida. Lo suyo fue estimular a otros para que, en una nueva época con más posibilidades vitales, lograran el sueño que él no pudo llevar a cabo. Jordi Maragall ilustra como nadie el drama de una generación partida por una guerra en la que sus miembros no se sintieron plenamente partícipes ni en un bando ni en otro, ya que no se consideraron en absoluto responsables de la misma. Hace muchos años, otro miembro ilustre de esta generación, uno de mis maestros en periodismo, Manuel Ibáñez Escofet, me dijo que él no se sentía ni vencedor ni vencido: se sentía simplemente avergonzado. Toda guerra civil, en nuestro tiempo, no es más que una derrota de la inteligencia y el triunfo de la irracionalidad, de la cual se aprovechan desvergonzadamente aquellos que no tienen escrúpulos. Los inteligentes y honestos, es decir, aquellos que tienen vergüenza, son los auténticos derrotados. Jordi Maragall fue un derrotado por la guerra civil aunque ello no se dejara ver ni en su carácter ni en su talante, ya que fue persona de una gran generosidad, sobre todo en aquello tan difícil que es la generosidad intelectual, con una cortesía y amabilidad fuera de lo común, luchador infatigable por las ideas, hombre tolerante y abierto al mundo. Visto desde hoy, tras su muerte, el principal legado que nos ha dejado quizá sea, por un lado, el ejemplo de un extremado rigor moral consigo mismo -presupuesto imprescindible de toda ética para con la sociedad-, y por otro, el mérito -compartido con su esposa- de hacer de su hogar, en los oscuros tiempos de la dictadura, un foco barcelonés de cultura y civilización europeas.

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