Un bálsamo
Murray Perahia conserva aún el talante de aquel adolescente que fascinara por igual a Pablo Casals y a Rudolf Serkin. Desde entonces la suya ha sido una de las biografías musicales más plenas del piano moderno, a la que se han asomado nombres que van de Britten a Solti y de Dieskau a Celibidache. En la elección de su repertorio y en su modo de abordarlo, Perahia es un pianista que huye del estrépito: parece incluso que es un virtuoso a su pesar. La Primera Partita de Bach, una de sus pasiones más recientes, abrió anoche un programa variopinto en el clima que mejor domina Perahia, el de la reflexión íntima: aquí se alcanzó, probablemente, el punto más alto del recital.El emparejar a Haydn con Brahms como colofón de la primera parte fue un acto de sabiduría. Son pocos los pianistas que han incorporado las sonatas del primero a sus recitales, pero cuando Brendel, Schiff o, ahora, Perahia tocan estas obras prodigiosas, se agranda más el interrogante del porqué de su silencio. Más tarde, en las piezas del último Brahms, resurgió el ambiente confesional y, al igual que la Partita de Bach, su ejecución tuvo un claro efecto balsámico.
Uno de los máximos estudiosos actuales de Chopin, el británico Jim Samson, declaraba recientemente a este diario que "todo el mundo tiene una forma platónica ideal de cómo debe sonar una obra concreta de Chopin; por eso las interpretaciones reales les defraudan". Las versiones de Perahia no defraudaron, pero tampoco desataron el tumulto de otros pianistas, a pesar de los notables riesgos asumidos por el neoyorquino. En medio del colosal aparato virtuosístico ideado por Liszt para arropar las canciones de Schubert, Perahia, un excelente camerista y acompañante de lieder, supo rescatar siempre una línea melódica diáfana. Sus interpretaciones, dichas desde la modestia, acabaron por calar en el público como esa lluvia fina que impregna lentamente la tierra y fue aplaudido como el artista sincero y cercano que es.
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