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Tribuna
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¿El Prado falsifica firmas?

Imaginemos a un prestigioso restaurador del Prado. Se encuentra terminando la restauración de un famoso cuadro del siglo XVI. Ha medido responsablemente cada uno de sus pasos, los ha consultado con sus superiores y con los equipos técnicos del museo, como hace siempre. El cuadro ha quedado limpio de barnices y repintes posteriores; las faltas de pintura, debidas al paso del tiempo o a la incuria, han sido cuidadosamente reintegradas con acuarela, siempre reversible. La mirada recupera una emoción cercana a la originaria. El trabajo ha sido excelente y, además, nuestro restaurador ha descubierto la firma del pintor, escondida bajo los retoques de una intervención del siglo pasado. El hallazgo tiene un mero valor anecdótico, porque nada añade a la indubitada autoría del cuadro, pero le alegra en su inocencia. Sí, en su inocencia, porque una voz, nada inocente, ha comenzado ya a propagar el rumor de que la firma ha sido inventada por el restaurador, que se trata de una falsificación. No hay mentira más eficaz que la media verdad, ni sentimiento más detestable que el resentimiento y la envidia. Envidioso, resentido y hábil fabulador es el dueño de esa voz que no deja de susurrar hasta lograr que una mañana la infamia sea titular de las primeras páginas de los periódicos. ¡El Prado falsifica firmas! Atropelladamente algunos políticos de la oposición denuncian al Gobierno y plantean una interpelación parlamentaria. Las tertulias radiofónicas más ligeras de fundamento, ignotas e irresponsables, muecines al aire, amplían el eco de la noticia. Y los semanarios que escandalizan en busca de lectores califican al restaurador de asesino reincidente... de obras de arte, exhibiendo, para imputarle, fotografías manipuladas de la restauración del cuadro y atribuyéndole, además, restauraciones fallidas que nunca pasaron por sus manos.El escándalo avanza como un huracán, y el restaurador, sensible maestro de un oficio humilde y anónimo, que sólo procura que resplandezca lo que otro creó, acostumbrado a las horas pacientes de silencio y soledad, no se reconoce en el protagonismo público que sin piedad le asola. Poco importa si se quiebra su prestigio profesional y su ánimo con tal de que se alcancen los fines inconfesables de los resentidos, y los más evidentes de los políticos y periodistas que instrumentalizan la cuestión. Algunos de éstos incluso le consuelan, dicen conocer que el trabajo fue impecable y la firma auténtica, le piden excusas apelando a su comprensión, hasta le hacen un gesto cómplice y tranquilizador: sabes, no vamos contra ti.

El restaurador somos todos nosotros, víctimas siempre posibles de los mismos que denunciara Heinrich Böll en El honor perdido de Katharina Blum. Pero, además, en este caso, el restaurador es de carne y hueso, y real la pesadilla que padece. Se llama Rafael Alonso. Es el mejor conocedor de las pinturas de El Greco. En sus 25 años de profesión ejemplar, ha restaurado 58 de las más de doscientas obras reconocidas del cretense. Entre ellas, El caballero de la mano en el pecho, hace más de dos años. De él ha escrito Alfonso Pérez Sánchez: "Es un profesional rigurosísimo que ha ejercido su profesión a entera satisfacción de quienes han confiado en él. Su conocimiento de El Greco es excepcional... y sus intervenciones en muchas obras del cretense son absolutamente ejemplares". Y Fernando Checa ha añadido: "Es el mejor especialista en restauración de El Greco del mundo y asumo como correcta la restauración de El caballero de la mano en el pecho". Pero estas opiniones tan autorizadas carecen de espacio en el galimatías del escándalo.

Ahora, de repente, tras dos años de general asentimiento sobre la restauración del cuadro, la voz difamadora prendió la mecha. ¡Han borrado la firma de El Greco! Poco importa que el restaurador explique, una y otra vez, ante los periodistas, en el Congreso, la transparente verdad: la firma sólo está parcialmente velada por la restauración, es, por tanto, recuperable, y ha sido disimulada porque es indudablemente falsa al estar pincelada sobre barnices muy posteriores a la factura del cuadro, e incluso en parte sobre un borde del lienzo añadido en el siglo pasado.

Desde la incultura y desde la creencia de que el fin justifica los medios, se hacen oídos sordos a esta evidencia. Tienen a su favor la facilidad acrítica con la que nuestra sociedad compra cualquier infamia, sobre todo si viene envuelta en papel de escándalo. Pero en su contra tienen la verdad, que sobrevivirá al estrago, estéril e injusto, que ahora se puede causar a un extraordinario profesional, que es, además, una persona extraordinaria. No, en el Prado no se falsifican las firmas, y tampoco se borran, aunque esto no sea noticia

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