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Tribuna
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Basura doble

Suena a eslogan publicitario de los años cincuenta: "Antes de que acabe el siglo, todo Madrid usará contenedor amarillo". Sin embargo, no se trata de un anuncio, sino de un hecho: para finales del 2000, todos los habitantes de la ciudad tendremos que dividir nuestra basura en dos, echando en un cubo aparte las latas, los plásticos y los tetrabricks para separarlos del resto de los desperdicios y facilitar de este modo el reciclaje parcial de nuestra basura.Algunos distritos ya lo hacen -Aravaca, Moratalaz, Retiro, Vallecas- y, por tanto, han empezado a parecerse antes que los demás a las ciudades más modernas de Europa, donde esta práctica es ya tan antigua que la gente la lleva a cabo casi sin darse cuenta, de una forma automática. Es fácil de hacer: separas lo de dentro y lo de fuera, lo orgánico y lo inorgánico, a la izquierda va el bote y a la derecha las raspas de las sardinas.

Aquí, sin embargo, nos encontramos con una de esas paradojas que nos caracterizan -y, por tanto, nos definen-, porque al mismo tiempo que se soluciona el problema, se vuelve el doble de grande. ¿Por qué? Hace algunos años, los modestos cubos de basura familiares fueron desbancados por esos grandes contenedores de tapas naranja que, sin duda, harían más higiénica, más veloz y más cómoda la tarea de los empleados municipales, la convertirían en algo más profesional, hasta cierto punto aséptico, mecánico; pero, por lo visto, a nadie le importó el terrible inconveniente que conllevaba un cambio de esa naturaleza: antes, la basura era un fenómeno discreto, nocturno, casi privado, una necesidad desagradable que se solventaba más o menos a espaldas de los otros, a la hora en que los barrios ya se iban quedando vacíos; era un asunto urgente pero ingrato que poco después, al alejarse los camiones y regresar los cubos bajo el fregadero de cada cocina, se volvía otra vez, por fortuna, invisible. Era un método incómodo, pero elegante.

Los contenedores son justo lo contrario: están ahí eternamente, las 24 horas del día, en la parada del autobús, al borde de los parques, en las aceras, frente a las casas, al lado de la tienda de ultramarinos o la farmacia, junto a las carnicerías, los quioscos, los hospitales; están por cualquier sitio, solos o en grupos, formando largos trenes cargados de inmundicias; son vertederos móviles, sucios pozos portátiles de cuyas bocas surgen olores amargos, dulces, acres. Gracias a ellos, Madrid es un verdadero asco. Para finales de siglo, Madrid será un verdadero asco de dos colores.

De modo que el problema, como decimos, se soluciona y a la vez aumenta: la recogida selectiva es más ecológica, pero los recipientes nauseabundos se van a multiplicar por dos.

Mientras paseen una tarde de domingo cerca de sus viviendas, los modernos transeúntes del siglo que viene podrán cerrar los ojos y jugar a las adivinanzas: "¡Uhmmm! ¿A qué apesta: a cosas podridas naranjas o amarillas?".

No sé por qué, pero no dejo de acordarme de aquel chiste en el que Dios decidía acabar para siempre con la lacra del racismo volviendo a todos los seres humanos azules, y nada más hacerlo aparecía un teniente o un capataz o un jefe de planta y les gritaba a sus subalternos: "¡A ver! Los de color azul-turquesa que se coloquen de este lado y los de color azul-marino en el lado contrario".

Muchos bloques de vecinos podrían guardar cada mañana, en sus garajes o sus cuartos de calderas, los contenedores, pero no lo hacen, porque ser incivilizado siempre es más cómodo, tanto que alguna gente arroja sus bolsas de desechos desde un segundo o un tercer piso: en ocasiones encestan y otras veces fallan.

Ya sé que hay casas que no tienen dónde meter esos monstruos, pero también lo es que muy pocas construcciones nuevas incluyen, como sería normal y debiera ser obligatorio, un cuarto donde esconderlos.

Si nadie hace nada, si las autoridades siguen desentendiéndose de temas como éste o el de las cacas de perro que nos invaden a diario e impunenente desde la media tarde hasta el amanecer, Madrid va a acabar siendo la capital mundial de la basura. ¡Qué asco!

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